La muerte de Iván Ilich (3)

BUHEDERA

    La muerte de Iván Ilich

    Autor: Guillermo Fárber, 2002

    La primera vez que leí este relato de León Tolstoi fue como un mensaje de ultratumba. Sí, ya sé que suena truculento y hasta cursi. Pero así ocurrió. O al menos así lo viví.

    Fue hace unos 25 años. Un buen día me avisaron por teléfono que mi compadre Daniel Murayama había muerto. Pensé de inmediato que había sido un choque de auto: él conducía siempre a velocidad suicida. Pensé mal. Original hasta el fin, había muerto de lo que casi nadie muere: complicaciones de una laparoscopía de hernia hiatal (bueno, moría, porque ahora he sabido de otros casos en que el cirujano provoca infecciones esofágicas por ser inepto en esa operación en concreto).

    A control remoto. Fui al velorio, como zombi. Cuando uno es joven hace como zombie todo lo importante (después lo hace como incrédulo, pero en fin, no somos más que humanos). Regresé a la casa que tenía entonces en Cuernavaca (extrañamente, vivía solo). Era medianoche y no se escuchaba ni el habitual rumor de los grillos. Como autómata me dirigí al librero y sin la menor vacilación tomé un pequeño tomo rojo, me lo llevé a la cama y lo abrí justo en la página que daba comienzo a la triste y mediocre historia de Iván Ilich. Nunca había abierto ese tomo (era uno de esos libros que “algún día uno va a leer”). No lo solté hasta haber devorado la última página, dos o tres horas más tarde.

    El mensaje. ¿Has leído esa noveleta? En ella Tolstoi narra con crueldad quirúrgica los últimos días de un gris burócrata ruso, cercano ya a su jubilación, que muere a consecuencia de un golpe que se da en el costado, al caerse de una escalerilla a la cual se había subido para colgar una cortina en la sala de su casa. El golpe le produce a Ilich algún trastorno que Tolstoi no identifica pero describe paso a paso en sus manifestaciones malignas con una precisión implacable.

    Al cerrar el libro, el mensaje que me mandaba Daniel me pareció contundente, inequívoco, inescapable: estás gastando tu vida en puras frivolidades; llevas una existencia mezquina... vives solamente para colgar cortinas. ¿Dónde están tus afectos, los mereces, los cultivas, los defiendes? ¿A qué empeño trascendente has dedicado horas de sudor, de interés, de compromiso?

    ¿Qué pequeño rincón del mundo o de alguna alma ajena es mejor ahora por obra y gracia de tu intervención directa?

    No recuerdo si pude conciliar el sueño esa noche. No recuerdo si soñé algo, y qué pudo haber sido. Sólo recuerdo que ese mensaje fue un golpe seco a mis convicciones más profundas. Entonces el mensaje me estremeció y me dio la energía suficiente para tomar algunas decisiones importantes. Pero nada más. Hoy, tras estar yo mismo a las puertas de la muerte, recuerdo aquel mensaje y trato de pensar sobre la orientación de mi vida.

    ¿Sigo dedicado nada más a colgar cortinas?

    Colgar cortinas. ¿Cuántos de nosotros habremos de morir a resultas de un incidente tan estúpido como el que marcó el deterioro final de Iván Ilich? ¿Percibes el tremendo simbolismo de esa escena: morir por colgar una cortina? Pero la pregunta puede ser aún más estrujante: ¿vives sólo para colgar cortinas o has asumido tu naturaleza divina, única, y te respetas a ti mismo?

    Colgar cortinas no es una ocupación despreciable en sí. Lo es si es nuestro único o principal interés en la vida. Uno entiende que debe vivir para vivir, no sólo para colgar cortinas. Uno sabe que está diseñado para escalar las infinitas alturas del Ser, no solamente los tres escalones de una escalerilla doméstica. Sí, uno “sabe” todo eso, pero no lo vive.

    Ayer vi la película About Mr. Schmidt y me estremeció ver que el mensaje final es el mismo de Iván Ilich. Llegar al final del camino, ¿y qué? Hoy está en apogeo el aplastamiento de Irak. Decenas de miles de inocentes mueren porque dos jefes de pandilla -Saddam Hussein y Bush papá en 1991- así resuelven sus querellas y sus negocios.

    El mundo se convulsiona una vez más. Y yo me avergüenzo porque compruebo que sigo colgando cortinas. Ayer, en mi casa de Cuernavaca. Hoy, en estas páginas editoriales. Encajes de telas o filigranas de palabras, ¿qué diferencia hay entre ambas cuando tantos y tantos son sacrificados en los altares de los juegos del poder?