A estas alturas, solo la fe obnubilada, el oportunismo monetario o el interés político acompasado pueden negar que el de Andrés Manuel López Obrador es un gobierno reaccionario. Más allá de su supuesta posición en el eje izquierda-derecha, en los hechos el Presidente de la República ha representado un momento restaurador de un orden periclitado pero que tiene el lastre de una fuerte dependencia de la trayectoria institucional que ha caracterizado al Estado mexicano desde su fundación.
Uno de los temas más lastrados por el misoneísmo de los políticos mexicanos es el de la necesaria profesionalización del Estado. El sistema de botín ha estado históricamente en el centro de los incentivos de la política en México desde los orígenes decimonónicos con resabios de la herencia virreinal. El poder sirve para apropiarse de rentas y distribuirlas entre los allegados con el objetivo de mantener la disciplina clientelista de los subalternos, una solución muy imperfecta del problema de agencia consubstancial a cualquier burocracia.
Lo que mueve a la mayoría de quienes compiten por el control del Estado, por encima de cualquier otro cálculo o expectativa, es la posibilidad de capturar parcelas presupuestales para sacar provecho propio y distribuirlas como rentas entre sus redes de lealtad y reciprocidad, y no los grandes proyectos de transformación, ni la preocupación por el buen rumbo del país para generar prosperidad y bienestar a toda la población.
Pero un Estado moderno no puede funcionar sin amplios ámbitos de gestión profesional, permanente y relativamente despolitizada. Incluso durante el régimen del PRI se crearon espacios estatales profesionalizados con diferentes niveles de formalidad en temas de especial relevancia técnica, en un medio donde predominaban el clientelismo y la disciplina política, con un alto grado de discrecionalidad en las decisiones de gobierno.
El ahora llamado, con desprecio por algunos copiones, “régimen de la transición” se caracterizó, en su muy limitado y lento proceso de reforma del Estado, por la creación de nuevos islotes de profesionalización para limitar la arbitrariedad política y generar contrapesos a las mayorías. La piedra fundacional de ese nuevo proceso de construcción estatal fue el IFE, que antes de ser autónomo fue profesional.
El gran cambio en la organización de las elecciones en México se dio a partir de la creación del órgano electoral como un cuerpo técnico especializado y permanente. Funcionarios que no le deben su nombramiento a ningún político, sino que han ingresado a través de un concurso de oposición y cuya promoción depende de evaluaciones de desempeño donde tiene peso la opinión de los usuarios del sistema: los partidos políticos.
Ese simple hecho, previo a la existencia de un Consejo Electoral construido a partir de coaliciones amplias para neutralizar el faccionalismo, transformó la manera de organizar las elecciones. Desde las de 1991, cuando se estrenó el nuevo padrón electoral elaborado de manera censal y se creó el nuevo Registro Federal de Electores, dejaron de votar los muertos. La parte más grande de la estructura del IFE es la encargada de darle mantenimiento y auditar el padrón y de expedir la credencial para votar, el documento de identidad más fiable del País, con uso generalizado.
También la capacitación electoral, la instalación de casillas y la operación del día de las elecciones depende de un proceso que funciona bien gracias a que ya ha generado rutinas operativas muy reglamentadas, llevadas a cabo por funcionarios profesionales que están ahí con independencia de quienes integren el Consejo General. Consejos del IFE y del INE han pasado y sus integrantes han tenido distintas filiaciones políticas, pero los funcionarios que hacen que marche el empadronamiento y que las elecciones se lleven a cabo de manera neutral y sin fraude permanecen. Como no le deben su nombramiento a ningún consejero o funcionario superior, no tienen incentivos para actuar de manera facciosa, ni para construir contubernios políticos.
El Presidente de la República ha visto al INE no como un órgano del Estado con una función específica que de suyo debe estar blindada contra la arbitrariedad personal, sino como un competidor político, un adversario que le resta poder. Enfrascado en una absurda campaña personal contra dos consejeros, Lorenzo Córdova y Ciro Murayama, López Obrador intentó eliminar el acuerdo político supra mayoritario para el nombramiento del órgano directivo del INE y sustituirlo por una elección de voto universal, con el objetivo evidente de lograr el control del árbitro por la actual mayoría. Como fracasó en su intentona, ahora pretende controlar al órgano desde sus raíces, eliminando buena parte de su estructura profesional precisamente en tareas que requieren de transparencia e imparcialidad para generar certidumbre.
Sin estructura profesional permanente, el INE será mucho menos eficaz y aumentará exponencialmente la posibilidad de control clientelista del empadronamiento, la capacitación y la organización electoral, con personal contratado de manera temporal y con criterios sin duda más laxos que los que tiene hoy el servicio profesional electoral.
La reforma es reaccionaria porque va contra la lenta y accidentada reforma del Estado mexicano para convertirlo en una organización eficaz, capaz de cumplir con las tareas que reclama la complejidad social actual. López Obrador es un enemigo declarado de la eficiencia técnica y un creyente de la idea del Estado como instrumento de una determinada configuración hegemónica. Lo ve como monopolio y no como espacio de formación de coaliciones. Su idea política es adversa a la democracia basada en reglas adoptadas por coaliciones supramayoritarias y piensa en el poder como la encarnación de una voluntad general que se impone sobre sus adversarios. De ahí que no soporte a los órganos autónomos creados durante el último cuarto de siglo.
Al fondo está la cuestión central de la visión de la política mexicana a la que aludía al principio de esta nota: el poder es control presupuestal. Si los recursos del INE no son controlables por el Gobierno, entonces son ilegítimos. Si los puestos de las autoridades electorales no pueden ser decididos por los políticos en el poder, entonces hay que desaparecerlos.