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Si pregunto a cualquier persona acerca de su mamá, la mayoría -si no es que todos- responderán que fue la madre ideal. Cada uno le dedicamos un imponente altar donde la veneramos como a la mejor madre que ha existido por los siglos de los siglos.
Si todavía contamos con ella, construyámosle un santuario y como relicario ofrendémosle nuestro corazón. Si ya ha partido a la cita eterna, abriguémosla con la caricia de nuestra oración.
Tú, madre, te marchaste de madrugada. Nunca fuiste experta en despedidas y siempre esperaste el retorno al hogar del que había partido. Era justo que ya descansaras; no eran demasiados tus años, pero sí el desgaste amoroso que tu cuerpo sufrió.
Naciste en un pueblo de Jalisco, te trasplantaste a Colima y reposas en Culiacán.
Si cuando son pequeños, los hijos siguen a las madres; en la adultez, se invierte el seguimiento y los padres retornan a la niñez.
El sol y tú se saludaban al sembrar los destellos del alba. No podemos decir que el día comenzaba cuando tú despertabas, pero sí que sólo entonces cobraba sentido y significación.
Sin ti yo no hubiera existido, pero aún si no existieras te habría soñado como la madre ideal. Bien dijo Jaime Sabines, en Maltiempo: “A veces pienso que la soñé demasiado, la soñé tanto, que la hice. Casi todas las madres son criaturas de nuestros sueños”. O, tal vez, sin ti, como precisó Borges, sería “el hijo viejo, el hombre sin historia. El huérfano que pudo ser el muerto agota en vano el caserón desierto”.
Sí, fuiste la madre ideal, la que se dio por completo, como afirmó Pablo Neruda: “La del agua y la harina, la vida te hizo pan y allí te consumimos”.
¿Venero a mi madre ideal?