La fiesta, el penthouse y la Cumbre de las Américas

    No estoy convencido de que la amenaza de López Obrador de no asistir a la Cumbre si sus pares venezolanos, nicaragüenses y cubanos no son invitados sea una buena idea. Se trata de una apuesta alta, innecesariamente alta. Es posible que la amenaza logre su efecto y estos países terminen por ser invitados a la Cumbre. López Obrador habrá, entonces, al menos en el corto plazo, ganado. ¿Pero ganado exactamente qué? En el largo plazo no es claro cómo esta posición fortalecerá al Presidente de México en otras áreas de la vida diplomática regional y, en particular, cómo ayudará a enarbolar su ya de por sí tirante relación con Estados Unidos.

    “Los matones no deben ir a la fiesta”. “A todos nos ha pasado. Te invitan a una fiesta y tú, a su vez, quieres llevar a tus amigos”. Celebración, farra, jolgorio.

    Esa fue la analogía elegida por el periodista Jorge Ramos para criticar la posición del Presidente López Obrador de no asistir a la IX Cumbre de las Américas que se celebrará en junio en la ciudad de Los Ángeles si no son invitados todos los representantes de los países de América Latina, incluyendo los de Cuba, Nicaragua y Venezuela.

    La metáfora de la fiesta no ha sido la más desafortunada entre quienes siguen pensando el mundo en clave Guerra Fría. Ahí está, por ejemplo, el periodista Pascal Beltrán del Río. En Twitter dio rienda suelta a su creatividad (por utilizar alguna expresión amable). Haciendo obvia referencia a la posición del Presidente de México (y del Gobierno de Honduras y Bolivia), el también director de Excélsior escribió: “el dueño del penthouse decide organizar una reunión de vecinos. Evita invitar a tres condóminos, conocidos por ejercer la violencia contra los integrantes de su propia familia. De repente, uno de los invitados dice que, si no van aquéllos, él tampoco. Otros le hacen segunda”.

    Ramos y Beltrán del Río están en las antípodas del periodismo; representan estilos diametralmente distintos de lo que significa la crítica al poder. Uno es serio y reconocido; el otro no. De ahí la extrañeza en que ambos utilicen analogías tan desafortunadas para criticar la posición de López Obrador frente a la Cumbre de las Américas.

    No es preciso haber nacido después del derribo del Muro de Berlín para saber que la Cumbre de las Américas no es ni una reunión de vecinos ni una fiesta. La Cumbre de las Américas es el principal foro diplomático del Continente Americano; no es un after, un encuentro entre amigos, una oportunidad para echar la chela; se trata del encuentro de más alto nivel político en todo el hemisferio. En éste participan no solo líderes estatales, sino también representantes de ONGs, organismos multilaterales de financiamiento, cámaras empresariales y un largo etcétera de actores y organizaciones; es la cita de la región con su futuro.

    En los últimos años habíamos avanzado: internacionalistas y politólogos habíamos llegado al consenso de que en este tipo de foros es mejor no excluir a nadie, por más mal que nos caiga. Hace exactamente una década, en 2012, en la Cumbre celebrada en Cartagena de Indias, Colombia, se resolvió que Cuba sería invitada a la próxima edición. Así sucedió en 2015 cuando Raúl Castro asistió a la Cumbre celebrada en Panamá; una reunión histórica. En aquella ocasión Barack Obama, sentado junto al menor de los Castro, habló de un nuevo futuro para la región. Parecía el nacimiento de un nuevo paradigma, un punto de no retorno. No lo fue.

    Muchas cosas pasaron. La elección de Trump en 2016, las crisis políticas en Venezuela, Nicaragua y Colombia, la ridícula intervención de Luis Almagro en la elección de Bolivia de 2019 y el ascenso del fascismo en Brasil rompieron el optimismo vivido en Panamá. Para la Cumbre de Perú en 2018 volvió a utilizarse el foro para avanzar una agenda política contra el Gobierno de Nicolás Maduro, una decisión que no solo devaluó el foro diplomático, sino que a la postre se demostró inútil.

    Cuatro años después de la Cumbre Lima se presenta una nueva oportunidad para retomar el rumbo y apostar por devolver la Cumbre de las Américas a un lugar central en las discusiones sobre el futuro de la región. En lugar de aprovecharla, el gobierno de Biden -presionado por todos los frentes- parece abocado a excluir a los representantes de Nicaragua, Cuba, Venezuela. Para evitarlo se han manifestado los gobiernos de México, Bolivia, Honduras y, en menor medida, Chile.

    No estoy convencido de que la amenaza de López Obrador de no asistir a la Cumbre si sus pares venezolanos, nicaragüenses y cubanos no son invitados sea una buena idea. Se trata de una apuesta alta, innecesariamente alta. Es posible que la amenaza logre su efecto y estos países terminen por ser invitados a la Cumbre. López Obrador habrá, entonces, al menos en el corto plazo, ganado. ¿Pero ganado exactamente qué?

    En el largo plazo no es claro cómo esta posición fortalecerá al Presidente de México en otras áreas de la vida diplomática regional y, en particular, como ayudará a enarbolar su ya de por sí tirante relación con Estados Unidos. Agregar otro punto de fricción a una agenda bilateral ya fracturada por el tema eléctrico y migratorio parece, cuando menos, innecesario.

    Más allá de la posición de México, queda claro que, si la Cumbre de las Américas quiere ofrecer algo más que inestabilidad, sectarismo y división, haría bien la Casa Blanca en asumir que América Latina no es la misma de los años noventa.

    Los retos geopolíticos de la región son enormes; la disputa comercial y política entre Beijing y Washington no va a resolverse a partir de la extrema politización, sino de la cooperación pragmática. A veces -casi siempre- arreglar problemas implica platicar con todos, incluso con aquellos que no te caen bien. De eso se trata la vida. Y también la Cumbre.