La detención de los capos, la autorización para delinquir

    ¿Es mera ingenuidad promover el control democrático del Estado si desde la clase política y desde la sociedad se acepta que operadores del Estado cometan delitos como una manera de trabajar? Es muy posible.

    En las calles delinquen personas a nombre del Estado todos los días bajo dos formatos: autorizados por la ley o autorizados por las prácticas. No hay evidencia empírica sistematizada disponible de ello. No hay evaluaciones formales que comprueben cómo sucede y qué impacto produce. El resultado es la oscuridad: nadie ofrece y nadie -casi- exige rendición de cuentas por esto. La clase política lo promueve y utiliza, y la sociedad lo tolera.

    De esta manera se desnuda la contradicción entre las normas y las prácticas y queda reducido a discurso aquello del principio de igualdad ante la ley. La ley no se aplica de manera igual y eso se justifica en los regímenes formales de excepción o en las prácticas del poder. La filtración de Guacamaya enseñó, por ejemplo, que la Sedena tenía documentada la operación delictiva del autor material de los asesinatos de los sacerdotes jesuitas en Cerocahui, Chihuahua. Pudo detenerlo, evitando esos crímenes, pero no lo hizo y no hay manera de someter a cuentas a quienes así lo decidieron. Se trata quizá de la más grave contradicción estructural en esto que llamamos Estado democrático de derechos.

    Entre 1995 y 1996 participé en las investigaciones comparadas internacionales que dieron vida al anteproyecto de Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, promulgada en 1996; para ese entonces, yo ya tenía clara la discusión entre el paradigma hegemónico del derecho penal y las escuelas críticas.

    México le dijo al mundo, una vez publicada esa ley, que éramos ejemplo en las herramientas para reducir a la delincuencia organizada. Hace 30 años y aquí estamos.

    Un reconocido jefe policial en México me preguntó hace unos años: “si tienes enfrente a un sicario que amenaza atacar a tu familia con las peores atrocidades, informándote con detalles sobre la vida de tu esposa, hijas e hijos, ¿respetarías la ley en el trato que le das?”. Un miembro de un grupo policial de élite de un estado del norte del País me regaló una vez un largo relato triunfante luego de haber logrado matar a un delincuente, enfatizando la competencia entre las armas de alto poder a manos del grupo delictivo y del grupo de élite. Me dejó en claro que su tarea no era someterlo a la ley, sino asesinarlo y festinaba haberlo hecho.

    Hace mucho tiempo perdí la cuenta de las historias que la policía me comparte sobre las negociaciones en la calle, siendo ellos partícipes de actividades delictivas; “esto siempre ha sido así”, he escuchado incontables veces.

    Desde esta perspectiva, la propuesta que venimos haciendo orientada a fortalecer la rendición de cuentas de las instituciones uniformadas policiales y militares en tareas policiales es quizá de imposible realización. Parafraseando a la investigadora Ana Laura Magaloni, si operadores de esas instituciones delinquen regularmente es porque así es como trabajan. Delinquir es, en suma, una manera de trabajar.

    En mi observación sistemática internacional comparada respecto al quehacer policial, encuentro ampliamente demostrado que las unidades especiales encargadas de perseguir los peores delitos muchas veces alojan márgenes de operación delictiva propia que rebasan con mucho los mecanismos legales excepcionales. De hecho, se ha aprendido que esas unidades deben desmantelarse tan pronto sea posible, luego de cumplir misiones específicas, dado que hacerlas permanentes las convierte en sí mismas en núcleos de delincuencia organizada funcionando a nombre del Estado.

    Los márgenes más amplios de operación delictiva desde operadores del Estado parecen estar principalmente asociados a las políticas y reformas que más poderes les entregan, en particular, la política de drogas prohibicionista. Vaya paradoja: a quienes más poderes se entregan para reducir delitos, en incontables ocasiones son quienes se articulan a la gestión de los peores crímenes.

    Es un círculo vicioso con amplio soporte político y social: más delincuencia, más poderes para perseguirla, más delincuencia y el resultado no puede ser otro: “la participación del Estado en la delincuencia sigue siendo la fuerza omnipresente que impulsa el crimen organizado”.

    Y las escuelas críticas de la criminología y el derecho penal -entre otras disciplinas- lo vienen desnudando, al menos, desde mediados del siglo pasado.

    ¿Es mera ingenuidad promover el control democrático del Estado si desde la clase política y desde la sociedad se acepta que operadores del Estado cometan delitos como una manera de trabajar? Es muy posible.

    En la calle no parece haber duda: “no hay de otra”, me confirman.

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    @ErnestoLPV

    Animal Político / @Pajaropolitico