SinEmbargo.MX
El sino del escorpión se “guarda” con los justos en estos días de guardar. Y acorde con la Semana Santa, hace acto de contrición al revisar algunos de los comentarios que ha recibido sobre sus escritos en este espacio. Un buen amigo le comenta, por ejemplo, sobre la nota publicada por el alacrán en torno a la figura de Ricardo Garibay, donde se recuenta la contradictoria relación del escritor hidalguense con aquel Presidente Díaz Ordaz violento y vulgar. Por fortuna, y más allá de aquella anécdota, el venenoso ha manifestado igualmente su respeto y admiración por la vida y la escritura de Garibay, una de las más exaltadas y vitales de la literatura mexicana del siglo viejo.
Como muestra de esa prosa, y aprovechando el reposo ritual del Sábado de Gloria, el alacrán reproduce para sus lectores un destellante y polémico texto de Garibay, una suerte de perorata o diatriba en deslustre y vergüenza del deporte sangriento y brutal del pugilato, escrita con una prosa espléndida, intensa, de emotividad e iracundia notables. Tomada de su libro Paraderos literarios (Joaquín Mortiz / Planeta, 1995), la pieza sorprende doblemente al provenir del escritor de algunas de las más veraces y duras páginas de narrativa boxística de la literatura mexicana (cuentos, entrevistas, reportajes, memorias, crónicas), pero, sobre todo, del narrador de la legendaria crónica “Las glorias del Gran Púas”, libro obligado en las escuelas de periodismo como muestra excelsa del género.
Garibay practicó ese deporte y lo entusiasmó siempre, acaso hasta el tiempo de este apunte revelador (o así se presiente), cuando ya alcanzaba los setenta años. Por la fuerza extraordinaria de su prosa, su original adjetivación y la exultante contundencia de su estilo, va entonces esta “astucia literaria”, como llamaba el propio Garibay a esa suerte de epifanía o intelección profunda, experimentada por el lector ante la combinación precisa de palabras y emoción*.
“He venido leyendo desde hace tres semanas Cuentos de boxeo, edición de La Habana revolucionaria, 1981, dos tomos, novecientas páginas; obra que es una mezcla de cuentos, crónicas y reseñas de las principales peleas en rings desde 1788 hasta 1972, cuando se alzó con el título en Munich el invencible olímpico Teófilo Stevenson. Tengo los ojos llenos de zafarranchos, las orejas retacadas de secos estallidos de puñetazos, la imaginación enclenque, el espíritu completamente vacío.
“Me entusiasma el boxeo, lo he practicado y en varias temporadas de mi vida se me ha vuelto obsesión, y ahora, al fin, vengo viendo su banalidad y la vesania o imbecilidad profunda que lo asiste. Sólo con eso se explica que alguien le dedique su juventud y su cuerpo, y más aún, sólo con eso se explica el aturdimiento colectivo que siempre despierta. Hay día en que toda una nación vive estéril, pendiente de la golpiza que en el “rudo combate de puño” dé o reciba, a cinco mil kilómetros de distancia -oh caja idiota omnipresente-, un compatriota analfabeta. Y es que el sentido heroico de la vida, en el cruel enanismo de nuestro siglo, ha acabado refugiándose en los encuentros de boxeo, donde la masa inmensa de los pueblos emboza su falta de reciedumbre, su nostalgia de barbarie original.
“La cosecha literaria del box es el vacío, como miseria económica y moral, como tara mental, como desesperanza. El púgil ha de acabar convertido en el bagazo de la sociedad canalla, en desecho de los publicistas y los apostadores. No hay ni un caso siquiera de alegría, de lucidez, de triunfo, de cumplimiento de las esperanzas del muchacho en su primera juventud.
¿Quiere el escritor una historia de veras dramática, un final de narración estrujante doloroso de veras? Ahí lo tiene, a escoger entre los miles de hombres de cuarenta años, estrábicos, aturdidos, de habla tartajosa, lengua mutilada, oficio servil, que pasaron por algún ring de algún barrio lumpen de cualquier ciudad. Ahí hay historias mil, todas igualmente áridas o intrascendentes, todas cargadas del tedio de dar y recibir porrazos, y sólo eso.
“La nada queda en uno, de leer novecientas páginas de bofetadas. Qué sentido tiene asistir a esta animalidad tecnificada, a esta tosca frivolidad que ya Homero, hace veintiocho siglos, miraba desdeñosamente. Cuánta inutilidad en la vida de un hombre, del que otros hombres, cínicos y ventrudos, se enriquecen. Yo mismo, para levantar mi literatura en el boxeo, he tenido que recurrir a los finales desastrosos que he visto como norma general de la existencia de los boxeadores. De mis escasos salarios les he dado limosnas que ellos han agradecido hasta la abyección, ellos, que en noches de gloria llevaron al alarido a las desharrapadas multitudes de obreros y prostitutas que los adoran”.
Al escorpión sólo le quede decir, citando al propio Garibay: ¡Leñe...!