El periodista y el Presidente

Alejandro De la Garza
23/12/2021 22:13
    En los años 60, antes, durante y después del 68, Garibay sostuvo una relación primero tensa, intimidante con Díaz Ordaz, pero luego esa crítica tensión se fue aflojando y, sin ser nunca de verdad amigos, el periodista estuvo cerca del político y pudo reflejar en una controvertida crónica su extraña amistad con el odiado personaje, responsable de la represión al movimiento estudiantil popular de 1968 y de los hechos sangrientos de Tlatelolco

    El sino del escorpión lo convirtió en asiduo de la prosa de intensidades y la narrativa exultante de Ricardo Garibay (1923-1999), uno de los escritores más emocionales e impactantes de nuestro Siglo 20e y un cronista superior de nuestro periodismo, como lo prueban la controversial crónica de su relación con el Presidente Gustavo Díaz Ordaz y su impío dibujo literario del terrible personaje, trazado a partir de la idea de la “fealdad”.

    Garibay fue un narrador temperamental y vehemente, con un oído infalible para reproducir el habla popular y dotado de una soberbia capacidad para tocar al lector al ofrecerle la realidad con trazos emocionales vertiginosos. A la vez, fue un escritor curtido en la experiencia del trato con sus congéneres y hábil para captar las contradicciones de los caracteres humanos; hipersensible para el retrato literario de sus maestros, compañeros y amigos como para la creación de personajes. Poseyó un trabajado don para entregar al lector genuinos deslumbramientos, iluminadoras “astucias literarias”, como denominaba los momentos cuando “se atrapa en un texto ese instante feliz donde se juntan dos o más palabras y se abre una inesperada intelección del mundo”.

    En los años 60, antes, durante y después del 68, Garibay sostuvo una relación primero tensa, intimidante con Díaz Ordaz, pero luego esa crítica tensión se fue aflojando y, sin ser nunca de verdad amigos, el periodista estuvo cerca del político y pudo reflejar en una controvertida crónica su extraña amistad con el odiado personaje, responsable de la represión al movimiento estudiantil popular de 1968 y de los hechos sangrientos de Tlatelolco.

    Por el trato dado a la Universidad, Garibay le había atizado duro a Díaz Ordaz en sus crónicas y reportajes o desde su columna en el viejo Excélsior de Julio Scherer. Norberto Aguirre Palancares, político oaxaqueño, mentor de Garibay y a la sazón Secretario de la Reforma Agraria, buscó a Ricardo y lo urgió a acompañarlo. Inesperadamente lo llevó a Los Pinos y ordenó a un Garibay espantado y sudoroso esperar ahí, en la antesala misma del Presidente. Se vieron sólo unos minutos. Díaz Ordaz le tendió la mano y saludó al temeroso periodista con una frase representativa de su carácter: “Me gustan los hombres con güevos”. Y fue todo. Garibay pidió luego explicaciones a Aguirre Palancares: “Iba yo aterrado. ¿Qué sentido tuvo llevarme ahí?”. El funcionario le advirtió sobre alguien peligroso en la Procuraduría: “Le querían dar... me avisaron. Ahora se sabe que vio al Presidente. Con eso basta. Cualquier peligro que lo amenace desaparece”.

    Unas semanas después, Aguirre volvió a llevarlo con el Presidente para hablar de “su problema”, referido al enojo mostrado en sus artículos. Esta vez lo recibió rápido y conversó con él tres horas. Garibay se volvió así visita frecuente y Díaz Ordaz lo llevaba a reuniones donde “con su habla tabernaria y su desprecio” maltrataba a los integrantes de su Gabinete. Incluso presenció cómo Díaz Ordaz humilló a Agustín Yáñez cuando éste quiso renunciar a la Secretaría de Educación por los hechos de Tlatelolco: “A mí ningún hijo de la chingada me renuncia”, espetó violento el Mandatario, y echó de Los Pinos a Yáñez.

    Díaz Ordaz se desahogaba con Garibay, se quejaba, mentaba madres a los periodistas y a los estudiantes, se burlaba de sus colaboradores. Y el periodista fue trazando un retrato duro del terrible personaje. Luego de varias visitas, el Presidente le pidió ver a su secretario particular, un tal Cisneros, quien le entregó un sobre cerrado y firmado. En el estacionamiento, un azorado Garibay contó 10 mil pesos en el sobre: “Abrí la ventanilla y aspiré el aire de diciembre. Desde ese momento cambió mi vida. Se aquietó el ritmo cardiaco. Pude entregarme enteramente a leer y escribir”. El estipendio se volvió mensual desde finales de 1968 hasta el término de la Presidencia de Díaz Ordaz.

    La crónica de estos hechos publicada después por Garibay causó estupor. Monsiváis le dijo: “Te haces muy escaso favor. Desacredita a sus funcionarios, execra a los estudiantes y abomina de la juventud de su país... y tú aceptas su ayuda y te consideras afortunado por tenerla. Tal como lo dices ahí, parece que el dinero es lo que te hace feliz, lo único que esperas”. El periodista Froylán López Narváez también lo urgió a aclarar el asunto.

    Finalmente, Garibay expone los hechos y precisa: “Díaz Ordaz ordena que se me dé la ayuda. Yo puedo entregarme enteramente a leer y escribir. El dinero es de la Nación, no de Díaz Ordaz, y él es el jefe de Estado, es mi deudor, de algún modo. Estamos ante un acto personal y generoso hacia mí, hacia mi trabajo. Y yo lo agradezco, y punto. Me pongo a vivir sin congoja, Y lo cuento...”.

    El alacrán no está para juzgar a nadie, menos a un escritor y periodista bien digno de admiración. Sólo expone el honesto relato de Garibay, tomado de la antología realizada por la capaz escritora y amiga Josefina Estrada (Cal y Arena, 2013). El lector tiene la palabra.