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Que la vida es efímera y se diluye cuando menos esperamos, es una verdad que no siempre atendemos y reflexionamos. La mente divaga en multitud de pensamientos y banalidades, sin recapacitar en que pronto yacerá sin añadir un ápice a su camino.
De niños, todos desean llegar a viejos; en la juventud y adolescencia la ancianidad se vislumbra a distancia y se antoja demasiado lejos; en la madurez se añora alejar dolores y enfermedades para gozar placenteramente el reposo de las actividades, pero nunca se advierte que, sigilosa y furtiva, se acerca el desenlace de la vida y la llegada de la muerte. Sí, parece que la muerte alerta y escondida acecha, pero no se percibe que desde nuestra concepción está latente.
Filósofos, escritores y poetas han hurgado en los diferentes velos que cubren a tan inesperada dama, sin lograr descifrar sus argucias, estrategias, embozos y disfraces; no obstante, ella, armada de su esbelto compás dibuja con precisión el círculo temporal que, ávidos, atesoramos.
Andrés Fernández de Andrada, autor de principios del Siglo 17, escribió una carta titulada Epístola Moral a Fabio, donde reflexionó sobre la brevedad de la vida: “¿Qué es nuestra vida más que un breve día do apenas sale el sol cuando se pierde en las tinieblas de la noche fría?”
Francisco de Quevedo, contundente, señaló: “Por necio tengo al que toda la vida se muere de miedo que se ha de morir; y por malo al que vive sin miedo de ella como si no la hubiese; que éste la viene a temer cuando la padece, y embarazado con el temor, ni halla remedio a la vida ni consuelo a su fin. Cuerdo es solo el que vive cada día como quien cada día y cada hora puede morir”.
¿Vivo cuerdamente?