La semana pasada participé en dos foros para la elaboración del Plan Estatal de Desarrollo convocados por el Gobierno del Estado de Sinaloa. En ambos percibí apertura para la recepción de propuestas y énfasis para dar la batalla a los altos índices de inequidad e injusticia que se vive en el territorio sinaloense que inciden en sensibles carencias y problemas sociales como la pobreza y la violencia, por nombrar algunos.
En estos foros expuse la necesidad de un sistema de ordenamiento del territorio a nivel estatal que defina claramente los usos de suelo permitidos (y los no permitidos) no solo en zonas urbanas o rurales, sino en toda su extensión que incluye grandes áreas naturales dignas de protegerse y utilizarse de forma respetuosa y controlada mientras que el territorio que tiene vocación para la producción de alimentos deberá ir mutando hacia sistemas agrícolas cada vez menos agresivos al medio ambiente.
Con respecto a las poblaciones (rurales o urbanas) requieren un radical redireccionamiento hacia modelos más sostenibles. Acertadamente, se mencionó en los foros de forma reiterada la necesidad del desarrollo sostenible, la atención a la Agenda 2030 de ONU Hábitat e incluso el impulso a las energías limpias y las viviendas sustentables.
La vida rural es imprescindible para la producción de muchos alimentos que en las ciudades se consumen, generalmente los más sanos y auténticos. Sin embargo, en Sinaloa las zonas rurales sufren del abandono que obliga continuamente a sus habitantes a buscar “mejores oportunidades” en las ciudades. Históricamente, la atención política se ha concentrado en las ciudades y ha terminado induciendo este efecto de migración del campo a la ciudad.
Esta migración es un fenómeno universal. México ha experimentado este proceso de forma exponencial. INEGI registró en 1950 que el 43 por ciento de la población era urbana (vivía en ciudades). En 1990 el porcentaje fue 71 por ciento y en 2020 alcanzó el 79 por ciento. Lo mismo sucede a nivel mundial: Por continentes, América es el que mayor porcentaje de población urbana refleja con 83 por ciento, Europa tiene 76 por ciento, mientras que Asia y África no alcanzan el 50 por ciento.
Se tiene previsto que esta migración crezca y los programas y políticas públicas cada vez se enfocan más a preparar las ciudades para recibir más población rural, cuando quizá debiésemos pensar en políticas para que la población rural no se vea obligada a migrar. Pero esto genera otra controversial discusión ¿conviene más población urbana o no? De hecho, podría suceder una migración inversa en los próximos años, nada es imposible ahora que la pandemia ya nos mostró escenarios inéditos.
La principal razón de que la población migra a las ciudades es la diversidad de “oportunidades” que estas ofrecen, aunque ello signifique grandes sacrificios. Migrar a la ciudad significa buscar un lugar que tenga mejores servicios de salud a costa de dejar el campo que hoy es la mejor medicina para la humanidad. Implica también tener a la mano áreas recreativas y de ocio, aunque abandonen con ello los mejores parajes naturales que hoy anhelamos en ciudades. Esta migración representa también mejores oportunidades de educación aún y cuando en el campo la naturaleza nos ofrece grandes lecciones de vida. Es paradójico, pero el futuro más prometedor, al paso que vamos y desde mi punto de vista, no son las ciudades.
En Sinaloa, las ciudades de Mazatlán y Culiacán se expanden mucho más de lo que se incrementa su población. Esto pudiese significar que la gente cada día se dispersa más en la ciudad; sin embargo, existen estudios que demuestran que lo que está sucediendo en ambas ciudades es una sobrepoblación concentrada sólo en sus periferias mientras que las zonas céntricas sufren despoblamiento, un efecto de “centrifugado urbano”.
Este efecto provoca una problemática multifactorial: altos costos de servicios (agua, drenaje, recolección de basura, seguridad, etc.); mayor accidentalidad al incrementar la longitud y tiempo de los desplazamientos (Sinaloa fue primer lugar del país en muerte por accidente vial en 2020), más riesgos por inundaciones al reducir, invadir o modificar arroyos naturales o incrementar superficies pavimentadas y, por si fuera poco, muchos de estos factores participan en la concentración de los peores índices de contaminación atmosférica, acústica, de suelo y de agua. Finalmente, este “coctel molotov” hacen del ciudadano urbano un ser seriamente vulnerable a epidemias como la que hoy vivimos.
Muerte y Vida de las Grandes Ciudades se llama el libro cumbre de la célebre activista urbana Jane Jacobs que viene a cuenta para plantear la analogía de la ciudad como un ser viviente, que también crece, que trabaja, se alimenta, duerme e incluso se recrea. Que tiene pulmones y respira, pero que también sufre y se enferma. Tiene arterias que se saturan (los automóviles son su colesterol) e incluso sufren parálisis eventuales. Cada día se deteriora más y aunque son muy longevas también pueden morir.
En Sinaloa nuestras ciudades son jóvenes, pero ya tienen diversos padecimientos, muchos de ellos son ya crónicos. ¿se pueden recuperar? Considero que sí, siempre y cuando opten por una vida más saludable. Mi propuesta para Sinaloa, en esta nueva era administrativa es trabajar para que la vida en las ciudades sea más sostenible, justa y democrática; sin descuidar que, en el ámbito rural, sea cada vez más digna y respetable.
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