El tema que abordamos ha inquietado siempre al ser humano: ¿cuál es el sentido de la vida? Y, de manera especial, ¿cuál es el sentido de mi vida?
Desde la antigüedad, los filósofos han tratado de encontrar una respuesta a tan gran interrogante. Sin embargo, en la modernidad y posmodernidad nos seguimos sintiendo desnudos ante tan vital cuestionamiento.
En 1943, el jesuita belga, Ferdinand Lelotte, publicó un libro titulado: La solución del problema de la vida, que era como una síntesis del pensamiento católico al respecto. Lógicamente, a esa obra le faltaba el pensamiento de los documentos del Concilio Vaticano II y toda la reflexión teológica hasta nuestros días.
No obstante, la pregunta continuará teniendo eterna vigencia, porque siempre afrontaremos el dilema de nuestra existencia, como lo recordó Virginia Woolf en su novela Al faro, publicada en 1927: “¿Qué sentido tiene la vida? Eso era todo: una sencilla pregunta; que con los años tendía a hacerse más acuciante. Nunca se había producido la gran revelación. La gran revelación quizá no llegaría nunca. En su lugar estaban los pequeños milagros cotidianos, las iluminaciones, cerillas que de repente iluminaban la oscuridad; y aquí había una”.
El filósofo argelino, Albert Camus, quien falleció el 4 de enero de 1960, subrayó que no tenía caso buscar sentido a la vida, porque no lo tenía, pero valía la pena experimentarla: “La vida no tiene sentido, pero vale la pena vivir, siempre que reconozcas que no tiene sentido”.
Víctor Frankl, quien sufrió en carne propia el horror de los campos de concentración, escribió una obra titulada: El hombre en busca de sentido, donde defendió que lo importante es encontrar un propósito a la vida.
Lo esencial, pues, consiste en dotar de sentido nuestra vida.
¿Doy sentido a mi vida?