El discurso que el Secretario de la Defensa Nacional pronunció el 13 de septiembre, vestido de gala, cuajado de medallas y entorchados, llamó la atención, sobre todo, por el tono admonitorio con el que se refirió a quienes hemos criticado el apabullante proceso de militarización que vive el País, en contradicción abierta con el orden constitucional. Desde una posición de poder que no había tenido ningún jefe militar desde hace ocho décadas, pues la agencia estatal que encabeza no solo es la que mayor capacidad de violencia tiene, sino que ahora está al frente de la política de seguridad pública con instrumentos de gran arbitrariedad como la prisión preventiva oficiosa, sus palabras se convierten en amenazas aterradoras.
Si no ha tenido empacho alguno en buscar y aceptar la violación flagrante de la Constitución para atribuirse tareas que no le corresponden, no podemos esperar que el General no use de manera abusiva el poder que ha concentrado, sin respeto alguno por los derechos humanos, establecidos en la misma Constitución que ya está violando en flagrancia. Pero su discurso tiene un lado todavía más ominoso, si es que ello es posible. De manera inaudita desde los tiempos del cardenismo, el jefe del Ejército se refirió al militar como un sector de la sociedad comparable al político y al económico.
El tamaño de la aberración de equiparar a un cuerpo del Estado -que de acuerdo con el orden jurídico vigente debe estar completamente sometido al poder civil- con los “sectores” económico y político muestra con claridad la concepción que el General Sandoval tiene de su poder: no subordinado a la política de la cual emana el poder civil, sino autónomo. El sentido profundo de esta declaración hace pensar que el golpe contra la democracia ya está en marcha y que avanza sin que el Presidente de la República parezca percatarse de ello.
La concepción de las fuerzas armadas como una corporación con peso político propio fue un componente central del pacto de 1938, cuando el PNR se transformó en Partido de la Revolución Mexicana, integrado por cuatro sectores: el obrero, el campesino, el popular y el militar. Aquel pacto, encabezado por Lázaro Cárdenas, le concedía al Ejército un carácter de cuerpo político deliberante, parte constitutiva de la coalición de poder. Durante el gobierno de Ávila Camacho, si embargo, el sector militar desapareció del partido oficial, pues se recuperó la intención de la reforma profesionalizante que había liderado el General Joaquín Amaro, para garantizar el funcionamiento de las fuerzas armadas como agencias del Estado neutrales en lo político.
Miguel Alemán encabezó un nuevo pacto en 1946, en el que se estableció que los altos mandos militares quedarían al margen de las luchas por la sucesión presidencial. Aunque durante décadas pareció que habían aceptado finalmente su neutralidad política, el hecho de que mantuvieran dos puestos en el Gabinete presidencial y fueran una y otra vez utilizados en tareas inconstitucionales, como la contención y represión de los movimientos sociales, además de tareas de policía política cuestiona seriamente la interpretación de la sumisión castrense al orden constitucional.
En realidad, los mandos militares siguieron siendo parte de la coalición política que dominó al país como monopolio hasta el año 2000. Su disciplina era con el régimen del PRI, no con el orden constitucional. Así, lo que hemos visto durante las últimas dos décadas ha sido un proceso de renegociación de su poder, con el pretexto de que son indispensables para la seguridad ante el avance del crimen organizado. No importa que los resultados que pueden mostrar sean muy pobres, pues arguyen que lo son porque no se les ha dado suficiente capacidad para actuar, de ahí que quieran más y más.
Desde la Presidencia de Vicente Fox, pero sobre todo a partir del despliegue territorial ordenado por Felipe Calderón, los soldados y marinos han ido ocupando posiciones cada vez más conspicuas en la vida del País. Los sucesivos presidentes civiles les han ido cediendo poder, aunque ha sido López Obrador el que ha renunciado a la mayor cantidad de autoridad para dejar ámbitos especialmente delicados de la administración civil en manos castrenses, con las ingentes tajadas del botín estatal que ello representa.
La historia del México independiente ha estado marcada por el militarismo. Durante el Siglo 20, los sucesivos pactos políticos, desde la Constitución, que estableció con precisión la prohibición a las fuerzas armadas para hacer cualquier tarea que no se refiriera a la disciplina militar, fueron conteniendo el poder de la soldadesca, con enormes dificultades. La creación del PNR, en 1929, tuvo como principal objetivo hacer que no fueran las asonadas las que definieran el ejercicio del poder, pero no fue sino con el nacimiento del PRI, en 1946, cuando finalmente los generales aceptaron la supremacía de los civiles. El pacto que dio paso a la democracia, en 1996, dio por descontada la lealtad militar a la legalidad y no se propuso una reforma a fondo de las fuerzas armadas para adecuarlas a las nuevas condiciones políticas.
Hoy buena parte de los políticos, desde el Presidente de la República mismo, parecen aceptar como irremediable al Ejército y a la Marina como socios indispensables para la gobernabilidad. A ver cuánto tiempo les dura la alianza, antes de que los desplacen por completo.