Ha concluido el período de sesiones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y uno de los temas que más afectan a la vida del país, la militarización de la seguridad y de la administración pública, no ha sido abordado en ninguno de los múltiples asuntos que están en la lista de rezagos del alto tribunal. Algunos de los casos pendientes tienen ya más de seis años en fila y solo uno, la acción de inconstitucionalidad 46/206 contra el Código de Justicia Militar y el Código Militar de Procedimientos Penales, promovida por la CNDH en junio de 2016, tiene ya proyecto y está en el lugar 22 de la lista de asuntos por resolver.
Al paso que van, incluso si se resolvieren asuntos como la controversia constitucional presentada por la presidencia de la Cámara de Diputados contra el acuerdo presidencial que simula el cumplimiento del artículo 5º transitorio del decreto de reforma constitucional con el que se creó la Guardia Nacional, ya no tendría efecto alguno, pues el Ejecutivo habría usado discrecionalmente a las fuerzas armadas en tareas inconstitucionales durante la mayor parte su gestión.
Pareciera como si los ministros de la Corte, encabezados por su presidente Arturo Zaldívar, estuvieran esperando a ver si sale la anunciada reforma constitucional para revertir lo aprobado en 2019 que mandató la creación de una Guardia Nacional civil, con mandos, entrenamiento y disciplina de carácter civil, pues de aprobarse, con la complicidad de uno o varios partidos supuestamente opositores, se constitucionalizaría ex post lo que hoy es inconstitucional y la Corte podría lavarse las manos, al menos parcialmente.
Mientras la Corte sigue pateando hacia adelante casi una decena de resoluciones pendientes sobre la imparable marcha militar, permanecen vigentes normas y decisiones de gobierno que violan los derechos humanos establecidos en la Constitución, pues extienden las competencias militares a los ámbitos civiles, limitan la libertad de tránsito y el acceso a la información, violan la presunción de inocencia y hacen nugatorios los derechos de las víctimas, entre otros problemas que entraña la desproporcionada presencia militar en la vida del país.
La Suprema Corte de Justicia tendría que ser un dique contra un proceso que está carcomiendo las bases de la construcción de una democracia constitucional en México. Su complacencia contribuye a que cada día la cantidad de poder que las fuerzas armadas han ido capturando durante los últimos tres lustros pueda llegar a ser irreversible. La desmedida transferencia de funciones de la administración pública a la gestión militar, que en lo que va de este gobierno ha abarcado mucho más que las ya de por sí inconstitucionales tareas en materia de seguridad que se los gobiernos anteriores traspasaron a los cuerpos castrenses, los ha convertido en los pilares de la gobernabilidad, en sentido contrario de lo que debió ser una reforma democrática del Estado mexicano.
El gobierno de López Obrador ha utilizado el subterfugio de la militarización y de la seguridad nacional para tender un manto de opacidad sobre los proceso de contratación y de gestión de sus grandes proyectos de infraestructura, al grado de convertir un proyecto de carácter eminentemente civil, el tren maya, en un asunto de seguridad nacional y con ello pretende justificar la violación de los mandatos judiciales que han detenido reiteradamente las obras de construcción por las múltiples violaciones legales en las que se ha incurrido.
A estas alturas, después de más de 15 años de operativos militares, no hay duda ya de que la militarización de la seguridad pública ha sido un gran fracaso, pues no sirve para reducir la violencia ni para construir una convivencia social basada en la legalidad. Al contrario, el alto número de civiles que mueren en enfrentamientos es resultado de la mayor letalidad de la actuación del Ejército, la Marina y los soldados disfrazados de guardias nacionales, respecto a la de las policías civiles, por más que el Presidente de la República insista en que esto ha cambiado durante su gobierno.
El presupuesto sumado de las Fuerzas Armadas y la Guardia Nacional es ya el segundo más alto de toda la administración pública federal, con casi 205 mil millones de pesos asignados. A esto se le debe sumar la cantidad ingente de recursos trasladados a las fuerzas armadas a través de las bolsas presupuestarias correspondientes a las múltiples tareas de gestión y a la obra pública que se les ha asignado al Ejército y la Marina. El poderío económico militar abarca también los presupuestos de casi todas las secretarías de seguridad locales y a muchas policías municipales gestionadas por militares en activo o en retiro.
Así, la presencia militar en la vida pública ha alcanzado unos niveles desconocidos desde la década de 1940, cuando el pacto político del que nació el PRI limitó su papel a ciertas tareas, no todas legales o constitucionales, pero sin el protagonismo y la influencia recuperada en lo que va de este siglo.
La Suprema Corte de Justicia debería ser un bastión contra la deformación de la Constitución que el avance militar representa. La autonomía jurisdiccional tendría que jugar un papel relevante para frenar la descomposición del Estado civil, pero la condescendencia del presidente del tribunal y de buena parte de los ministros puede acabar por legitimar el poder de las fuerzas armadas, con grave retroceso para los derechos civiles y las libertades.