Por mucho tiempo, la única palabra que intercambiaba con él era sólo “buenas”.
Nunca supe la razón, pero mi madre le decía Carmelo.
Es un señor muy serio, de baja estatura, muy moreno, de ceja gruesa, ojos chicos y orejas y nariz grande.
Me pareció siempre la representación de un personaje, con detalles exagerados. Luego lo conocí por completo y me convenció de que sí lo es.
Traía una silla plegable y se sentaba estratégicamente en la esquina del palenque de San Pedro.
Conforme la tierra continuaba con su movimiento de rotación y el sol seguía con su vuelta sinfín, el Carmelo se movía, para resguardarse ya muy cerca del mediodía, debajo de la sombra que dejaba la señalética.
Los momentos más difíciles eran en tiempo de calor, porque para el frío, llevaba bufanda.
Pero le cambiaba muy poco el vestuario: siempre de pantalón con colores oscuros y serios, café, negro, azul marino, gris oscuro, camisas claras, sombrero.
Por ese tiempo, Carmelo me parecía un centinela, que estaba ahí para dar los buenos días, para mirar a quien pasara o lo que pasara.
Saludaba a la pasada al Mister Músculo, como mi papá y mi tío apodaban a un anciano que limpia una huerta cerca del centro; a Silvano, que cuida su granja de cochis al fondo, junto al rancho de La Loma, o el Güeracochi, el amigo de la moto que pasaba con camisa desabrochada, a velocidad media y con la mirada al frente, con la piel del rostro y las manos que parecía la punta de cautín.
Carmelo es amigo de toda la vida de mis tíos y de mi papá. A la fecha, pegándole a los noventa años, se ayudan con cosas tan básicas como manejar una camioneta uno por el otro para hacer un viaje a Culiacán, para sacar dinero de un cajero automático o hacer un pago.
Ya casi no escucha, pero lo reconocen como de alguien con un ritmo de charla de niveles industriales, recargado siempre en la vacila y en la añoranza.
“¿Me entiendes?”, suele decir cada que termina una frase cuando está a la mitad de contar algo. “¿Me entiende?”
Es difícil de olvidar, tanto como hoy es entenderle, porque mi tío Blas una vez se hartó y le dijo: “ya, cómo chingas, sí te entiendo”.
A veces me imagino como esos monjes orientales de montaña, que adoptan una posición para meditar, para encontrar la forma más cómoda mientras se realiza una búsqueda interna para llegar a un equilibrio.
Carmelo, con espalda recta, las rodillas salidas y los pies cruzados y echados hacia atrás, con las muñecas recargadas en un bordón frente a él.
Nunca he estado en el lugar para verlo, pero me dicen que después de mediodía termina su jornada en esa esquina y va a comer.
Me lo imagino levantándose, entumido, y comenzando a levantar lentamente el banco y luego a iniciar el camino de regreso entre piedras, polvo y lodo seco. Ignorando el escándalo que hace la jauría de perros que tiene Cecilio en su casa, esquivando el pequeño arroyo que se hace por una fuga de agua potable que viene desde el panteón, pero protegido por el follaje que vuelven oscuro todo ese camino.
Tampoco supe exactamente a qué hora llegaba, pero no era mucho tiempo después de las seis de la mañana.
Con el tiempo, la figura de aquel hombre en la esquina, me pareció tan familiar que terminé por adoptarlo como una bocanada de charla para mi silencio mientras hacía el recorrido desde la casa hasta la carretera a tomar el camión. Era como un pit o una estación de servicio en medio de la nada, para soltar unas palabras, un breve intercambio de plática que me hiciera sentirme más del lugar.
“¿Cómo está tu papá?”, bien. “¿No se ha echado unas?” Carmelo empinaba el codo y simulaba beber una cerveza imaginaria. “Una vez tu mamá me contó”... “Acaba de pasar tu camión”... “¿Se te hizo tarde ahora?”.
No siempre fue fácil entenderle, porque su manera de hablar era hacia adentro, quizás por la posición o porque la caja de sonido de su cuerpo ya no tenía tanta vibración. Me sonaba más como un balbuceo.
Luego, cuando menos me lo esperé, me revelaron el secreto, sin haberlo pedido.
Carmelo, cuyo nombre verdadero es Mario Medina Félix, no era sólo un mirón en ese lugar. Por muchos años, una compañía que llegó a explotar una criba en el río Culiacán, al fondo de San Pedro, comenzó a tomar una ruta en particular para sacar los materiales pétreos.
El paso de los camiones de volteo, por frente de la casa de Carmelo, comenzó a reblandecer el suelo que de por sí, es sólo barrial de gran calidad para el cultivo, sin trabajos previos de urbanismo, sin una base sólida.
El reblandecimiento del suelo provocó que los cimentos de la casa de Carmelo comenzaran a hundirse, que las paredes se quebraran.
Carmelo se quejó contra los gonduleros y operadores de la maquinaria. Desesperado, unos años atrás, se colgaba de los estribos de los camiones de volteo y se agarraba de los gigantescos retrovisores, les explicaba de la situación.
Pero los operadores se negaban, ir a dar la vuelta hasta el pueblo significaba más gasto de combustible, los patrones no daban otra solución y se hicieron ojos de hormiga.
Carmelo se quejó ante la sindicatura y buscó ayuda de las autoridades, pero todos le dieron la espalda. Nadie le daba una respuesta o apoyo y lo tacharon de loco. Por esto tomó decisiones de loco.
Como El Quijote, Mario salió un día preparado con una silla y con el bordón y se colocó en la esquina del palenque, y esperó, en la posición de guerrero oriental, con el valor de un hombre de campo y convencido de su derecho de pelear con lo justo.
Vio llegar la primera góndula, en medio de un polvaderón, y esperó pacientemente a que disminuyera la velocidad para dar la vuelta.
Mario se atravesó en medio de la calle, con el bordón en la mano izquierda y los brazos estirados; la góndula viró y Mario dio dos pasos a la derecha, el conductor intentó evadirlo y Mario le ganó la posición.
Y así, como un quijote rural, peleando contra los gigantes que le robaron la tranquilidad y le dañaban su propiedad, los hizo retroceder, y luego marcharse por otro camino.
Lo mismo ocurrió con los demás camiones que intentaban pasar por el lugar.
Hoy, pueden encontrar a Mario por las mañanas en el mismo lugar, pero ahora ya no tiene necesidad de entrar en batalla, porque ya lo respetan, lo ven ahí sentado y simplemente los camiones se van de largo.