De cuando en cuando, a Sinaloa lo cimbra un jueves. El primero fue el 17 de octubre de 2019, el día que “Los Chapitos” quemaron Culiacán para rescatar a Ovidio Guzmán López y tuvieron éxito: el Presidente lo liberó.

El recuento de ese día, según la Comisión Estatal de Víctimas, fue de tres inocentes fallecidos, cinco personas lesionadas, cinco autos robados y 29 dañados, dos locales comerciales afectados. El informe oficial es que hubo ocho personas fallecidas. Tras el fracaso, nos dijeron que toda la población peligraba pero en realidad el rehén era el ejército. La razón por la que abortaron el operativo es que los criminales secuestraron a 11 militares y negociaron con ellos. López Obrador afirmó que su decisión fue “humanista”, lo cierto es que era la única alternativa que tenía. De ese primer “culiacanazo” no hay un solo detenido.

El segundo jueves aciago fue el 5 de enero de 2023 cuando, otra vez “Los Chapitos” intentaron repetir la hazaña de impedir la detención de Ovidio en la comunidad de Jesús María, al norte de Culiacán, pero el poder de fuego del Ejército Mexicano les cobró caro la afrenta y “El Ratón” fue detenido en un enfrentamiento que dejó imágenes de guerra.

El saldo oficial -que nadie cree- fue de 29 personas muertas. De estos, 19 eran presuntos miembros del crimen organizado, mientras que 10 eran elementos de las Fuerzas Armadas, además hubo 35 militares heridos. En ese segundo “culiacanazo”, civiles armados robaron más de 250 vehículos y paralizaron el estado completo, desde Escuinapa hasta Ahome. Ese día, los sinaloenses fueron secuestrados en sus propios hogares. Nadie salió ni por las tortillas.

Jueves fue también el 22 de marzo cuando en una operación sigilosa de la que no hay un solo video o fotografía, “Los Chapitos” se llevaron al menos a 66 personas de diversos domicilios de Culiacán, entre ellas mujeres, adultos mayores y menores de edad, en venganza por un robo perpetrado en una de sus casas. Regresaron sanas y salvas a la mayoría, pero asesinaron a quienes consideraron responsables cercenándoles las manos. El mensaje quedó claro: a los Guzmán no se les roba.

Y jueves fue el pasado 25 de julio, cuando Ismael “El Mayo” Zambada y Joaquín Guzmán López, hermano de Ovidio, fueron detenidos en Estados Unidos tras aterrizar en un avión en el pequeño aeropuerto de Santa Teresa, en Nuevo México. El avión salió de una pista en Campo Berlín, Navolato. La FGR investiga a Guzmán López por el secuestro de Zambada tras una reunión en la que habría estado también Héctor Melesio Cuén, el cacique de la UAS, quien fue asesinado ese mismo día.

Los hechos de ese jueves han significado la peor crisis política del sexenio de Rocha Moya y obligaron incluso a la renuncia de la Fiscal del estado por su negligencia. El Gobierno federal envió 400 efectivos de las Fuerzas Especiales del Ejército para reforzar la seguridad, pero desde entonces, la zozobra habita Culiacán.

El pasado jueves 29 de agosto, tras un enfrentamiento en el Ejido Paredones, al norte de Culiacán, donde dos militares resultaron heridos en una volcadura, cuatro vehículos fueron robados e incendiados y del que no se reportaron detenidos, heridos ni abatidos, el miedo y la psicosis se apoderaron de la ciudad entera. Pasadas las 3 de la tarde, cuando los videos y las fotos comenzaron a llegar al Whatsapp, el transporte público dejó de funcionar, los negocios cerraron, los eventos se cancelaron y hasta el Costco estaba vacío. La desinformación corrió a más no poder y a pesar de que los hechos eran significativamente menores, todos dieron por hecho que estábamos ante el inicio del “Tercer Culiacanazo”. Y no fue así.

La desinformación y el lucro jugaron un rol pero la principal razón por la que todos caímos en el pánico es que a diferencia de los dos primeros “culiacanazos”, que nos tomaron por sorpresa, ahora lo estábamos esperando.

Eso es así porque aún cuando el escándalo de “El Mayo” y Cuén pasará, todos sabemos que el Sinaloa real sigue intacto. Un estado complejo en que la gobernanza criminal se instaló en la sierra hace más de medio siglo y desde donde ganó terreno hasta las ciudades y los pasillos del poder: ahora el narco vigila las calles donde pululan los “punteros” , hace negocios en los centros nocturnos en los que florecen el narcomenudeo y la trata de blancas, es proveedor en ayuntamientos a través de nuevos “empresarios”, patrocina partidos políticos y les impone candidatos que pagan sus campañas, en plena sequía controla y asigna el agua que administran los módulos de riego y hasta coopta universidades donde se defiende la “autonomía” para hacer negocios y política.

Todo a ojos de todos. Lo mismo de la gente común que les admira y ve en ellos un modelo a seguir, del artista o influencer “alucín” que les canta y cobra por ello, de medios y periodistas que lucran con el narco-gossip, de la academia que voltea a otros fenómenos “más interesantes” para no ver ese, de las élites económicas que, pudiendo empujar alguna exigencia, se repliegan en la seguridad de sus cotos privados mientras las bardas y las banquetas están decoradas con cenotafios.

Es triste, pero cada que una violencia abrumadora nos despierta a la realidad, los sinaloenses nos sorprendemos un poquito del estado de podredumbre, reducimos nuestras salidas nocturnas “en lo que se calma” y exclamamos con falsa indignación “¡hasta dónde hemos llegado!”. Luego, en un acto de valor civil, organizamos una reunión para hacer catarsis, salimos de ella convencidos de que “los buenos somos más” y, acto seguido, no hacemos absolutamente nada.

Nos quedamos en ascuas, a la expectativa de que los señores de la violencia pacten en lugar de dar el grito de guerra. Callados, porque decir da miedo. Congelados, porque hacer da pavor. Cómplices, porque nos sabemos impotentes, vulnerables; sabedores de que asomar la cabeza implica ponernos en riesgo a nosotros, a los nuestros, a nuestro patrimonio. Viendo como las autoridades de todos los partidos, cuya principal responsabilidad es nuestra seguridad, simulan y pactan desde hace décadas en función de sus intereses y las próximas elecciones, sin ninguna voluntad real de construir paz; escuchándolos llenarse la boca de una “gobernabilidad” que no ejercen.

El primer “culiacanazo” fue un punto de inflexión, uno de no retorno, para los sinaloenses. Desde entonces, vivimos esperando el próximo jueves.