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El ser humano se realiza mediante el contacto y conversación que establece con los demás. La palabra conversar significa girar, cambiar, dar vuelta mediante la relación con alguien más. Es decir, la conversación nos cambia, revoluciona y transforma.
En ocasiones pensamos que quien mejor habla o es elocuente para eslabonar los conceptos deber ser, necesariamente, el mejor conversador. Sin embargo, la persona más apta para entablar una conversación no es quien mejor habla, sino quien se especializa en la escucha; sobre todo, si –como dijimos- somos conscientes de que la conversación conduce a un cambio o transformación.
Constituye una bendición encontrar personas que aprecien escuchar, porque tal parece que la mayoría nos especializamos en hablar. Nos gusta hacer gala de nuestros logros, hazañas e intervenciones, pero somos muy parcos cuando se trata de empatizar y escuchar atentamente lo que el otro quiere comunicarnos.
Escuchar es poner atención a lo que el otro quiere decirme, abrirme a su mundo, interesarme por lo que le acontece. No se refiere tanto a percibir sonidos, cuanto a contemporizar emociones y sentimientos. Escuchar es reconocer la dignidad de la otra persona, tomarla en serio, entender y comprender lo que está viviendo.
Para conversar con efectividad se requiere que nos volvamos oyentes, como reconoció el filósofo danés, Sören Kierkegaard, refiriéndose a la oración:
“Cuando mi oración se hizo más callada y más interior, tuve cada vez menos que decir. Al final me callé del todo. Me volví un oyente, lo que seguramente es un mayor contraste al hablar. Primero creí que rezar era hablar. Pero aprendí que rezar no es solamente callar, sino escuchar. Así es: Rezar no es escucharse hablar. Rezar es: Ir callándose y estar en silencio y esperar hasta que el orante oye a Dios”.
¿Soy buen oyente?