Desde pequeños se nos enseñó a hablar. En años posteriores, también se nos dijo que era necesario callar en algunas ocasiones. En regímenes autoritarios, incluso, se exige callar. En cambio, la libre expresión mandata que a nadie se le impida hablar.
Empero, hoy queremos referirnos a “El arte de callar”, como escribió, en 1771, el abate Joseph Antoine Toussaint Dinouart, para sugerir que se puede influir también de manera impactante en el interlocutor a través del silencio.
Dinouart recomendó no expresar palabras inútilmente: “Nunca el hombre se posee más que dentro del silencio: fuera de ahí, el sujeto parece esparcirse, por así decirlo, y disiparse con el discurso, de manera que éste es menos suyo que de los otros”.
No es que invitara a no hablar nunca, lo que buscaba era que el silencio fuera más elocuente y elegante que cualquier palabra que se pudiera pronunciar. En otras palabras, era mejor hacer callar al lenguaje para que pudiera hablar el silencio.
El filósofo danés, Sören Kierkegaard, prefirió habla sobre una “catarsis de silencio”. Un silencio que purifica, que ennoblece, que reviste, que dignifica. Un silencio que no es ausencia sino presencia y que confiere sacralidad al instante en que fluye y aparece el verbo.
Hoy, navegamos en un desmedido mar de palabras. Nuestra sociedad es habitada, ruidosa y parlanchina, pero sus integrantes mueren de hastío, abandono y soledad.
César Rebolledo González, maestro de posgrado en la Universidad Iberoamericana, expresó: “Como una metáfora kafkiana, la comunicación contemporánea es un grito soterrado de la soledad que nadie escucha, un vacío que contradictoriamente todos pretenden llenar con voces, likes, seguidores. Nuestro desenfreno discursivo habla de nuestro profundo abandono. Vivimos en soledad porque no podemos vivir en silencio, porque somos incapaces de habitar en nosotros mismos”.
¿Habito mi silencio?