La semana pasada se consumó la desaparición de siete órganos autónomos cuya agenda fue vital para ensanchar derechos y modernizar la administración pública. Su diseño y edificación llevó décadas, y se hicieron mediante un sinnúmero de foros, coloquios, consultas, en fin, diálogo; su destrucción fue mediante un monólogo unilateral. Es mucho el retroceso.
La gestación de los órganos recién destruidos obedeció a algunas premisas que conviene recordar: una administración pública más comprometida con la transparencia y rendición de cuentas es una mejor administración; el acceso a la información es un derecho que los privados tienen y cuyo ejercicio se traduce en mejores bienes públicos; la discrecionalidad, la arbitrariedad y la ausencia de evaluaciones serias eran los enemigos más destacados de la modernización de la gestión pública.
Para lograr todo ello se pensó que no se podía ser juez y parte, que los sujetos obligados tendrían que tener algún arbitraje, que los evaluados deberían ser medidos por terceros y es por ello que se decidió que dotar de autonomía constitucional a estos órganos era una buena idea. Contribuía además al equilibrio de poderes y a la idea de que los contrapesos institucionales son un diseño provechoso.
Pero además, en el fondo, lo que buscaba el desarrollo de esa agenda era la expansión de derechos: que la gestión pública fuera transparente, que el acceso a la información fuera cotidiana, que hubiera instancias de arbitraje en casos de conflictos y que contáramos con instrumentos de evaluación objetivos. Hoy le hemos dicho adiós a todo eso y le damos la bienvenida, por la puerta grande, a la opacidad, la discrecionalidad y a la concentración del poder en una sola persona. Ya no habrá rendición de cuentas, contrapesos o equilibrio de poderes.
No deja de llamar la atención que en aquellos días de construcción institucional hubo el ánimo y el humor de que aquellas instituciones eran creaciones colectivas, que respondieron a una deliberación plural. Muchos de quienes hoy participaron de su destrucción unilateral en aquellos ayeres se vanagloriaban de las conquistas democráticas; hoy parecen desecharlas desde una arrogancia ominosa: lo que era necesario para contener y equilibrar a los gobiernos del pasado no nos es aplicable porque somos distintos.
Ni modo, se confirma que vamos hacia una administración pública más opaca y discrecional, y que cada día vamos a saber menos de nosotros mismos. El fin de la transparencia era hacer más público el ejercicio público: por el bien de todos, primero los datos. Hoy esa transparencia llegó a su fin.
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Consultor internacional en materia electoral
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