Hace mucho tiempo perdí la cuenta de las veces que nos dijeron que exagerábamos cuando afirmábamos que la seguridad pública en México quedaría bajo control de las instituciones militares. Desde septiembre del 2023 lo dimos a conocer, en este momento hay más militares que civiles en tareas policial en México y así sucedió antes incluso de la reforma que llevó a la Constitución la entrega de la Guardia Nacional a la Sedena y colapsó el candado histórico que limitaba a las instituciones castrenses a realizar funciones “en estricta conexión con la disciplina militar”.
También nos dijeron que exagerábamos cuando insistíamos en activar un sistema externo de control en la forma de un auditor especializado de las policías federales, justamente cuando el aplauso a García Luna era casi obligado. Y aquí estamos.
Cada quien su historia; la nuestra ha incluido miles de alertas en todo tipo de foros, medios y redes insistiendo que, de no encenderse los fusibles de la rendición de cuentas que hagan posible el control de las instituciones del Estado, responsables de contener y transformar las violencias y de hacer cumplir la ley a través de la policía y el sistema penal, entonces no habrá fondo para la pesadilla de violencias, delincuencia e impunidad.
La sentencia contra García Luna es el recordatorio paradigmático de la descomposición y la narrativa dominante que aísla el caso a la manera de la manzana podrida es, una vez más, la confirmación de que quizá no habrá ni aprendizaje ni cambio.
Hoy nos toca levantar una nueva alerta: cada día que ante la mirada de la sociedad entera se confirma que personas armadas pueden terminar la vida de otras sin castigo alguno, incluyendo entre las víctimas a quienes nada tienen que ver con la violencia armada y con posible actividad delictiva alguna, es quizá un día más cerca del salto al más extremo populismo punitivo.
La mesa está servida. Las instituciones no se corrigen a sí mismas mediante procesos sostenidos y profundos de profesionalización -salvo excepciones-; pero sí acumulan poderes y recursos en vías de uso de la fuerza y castigo penal. Y la clase política lo tiene bien leído en clave de rentabilidad electoral. La más reciente encuesta de percepción de impunidad de la organización Impunidad Cero informa que, en 2023, casi la mitad de las personas encuestadas (45 por ciento) opinó que el nivel de impunidad en México se ha mantenido, mientras que el 42 por ciento cree que ha aumentado. Sólo el 10 por ciento consideró que la impunidad ha disminuido; la sociedad no tiene confianza a las autoridades ni al proceso de denuncia. La mayoría de las personas (63 por ciento) considera que los responsables de un delito son llevados ante el juez sólo algunas veces.
Pero el caldo social de cultivo para el populismo punitivo se aclara aún más cuando esa organización nos informa además que persiste la creencia generalizada punitiva de que la cárcel es la única respuesta: 8 de cada 10 personas consideraron que todos los delitos deben ser sancionados con cárcel; mientras que 7 de cada 10 respaldaron que las personas acusadas permanezcan en la cárcel mientras se investiga si son culpables. Además, el 77 por ciento de los mexicanos considera en mayor o menor medida que el esclarecimiento de los delitos está condicionado a la capacidad de ejercer presión política o mediática.
En esta ruta nada es fortuito, venimos de la descomposición estructural que hizo posible los García Luna e iríamos a la que haría posible los Bukele. ¿Exageramos?
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