Durante el primer año de la pandemia (2020) el número de personas migrando en el mundo entero, pero especialmente en la región latinoamericana, bajó de manera considerable. La movilidad humana nunca se detuvo, pero fue notorio el momento de calma chicha que experimentaron los gobiernos de la región, los albergues que cerraron sus puertas por causa del contagio y el menor número de casos registrados de grupos avanzando en caravanas. En 2021 sin embargo, el flujo migratorio, cual ocurre con el agua cuando es detenida de manera súbita y de repente empieza de nuevo a correr, retomó su cauce y no solo eso, se aceleró con los distintos grupos que estaban a la espera de poder moverse, como lo vimos con el caso de los haitianos que llegaron a México desde el sur del Continente a mediados del año que está por cerrar.
Los grupos de mayor presencia histórica en México, como los hondureños, salvadoreños y guatemaltecos que también tuvieron una baja sensible en su movilidad a lo largo del 2020, en el 2021 retomaron el cauce migratorio con más visibilidad, pero con nuevos retos que nunca habían enfrentado, los cuales modificaron sustancialmente el proceso migratorio mismo. Así, dada la política restrictiva de México, un alto porcentaje de personas en tránsito se vieron obligadas a permanecer en el país (hubo aproximadamente 100 mil solicitudes de refugio al cierre del año), por otro lado, fueron deportados en números récord casi 250 mil personas desde México. A este panorama se suma la llegada fugaz y más bien de fotografía que tuvieron una centena de familias afganas que recibieron asilo transitorio en México en tanto resolvían su situación rumbo a Estados Unidos.
Pero 2021 no fue un buen año para migrar, incluso, podríamos decir que es uno de los peores para quienes tuvieron que hacerlo de manera forzada, que en sí mismo ya entraña demasiadas dudas y muy pocas certezas. Entre las cosas que complicaron el año está el hecho de que, aunque amainó la pandemia al seguir activa, las restricciones no cesaron y además se usó de justificación para implementar una serie de leyes y regulaciones para contener la movilidad humana prácticamente en cada país del continente. En el caso de México, es mucho lo que hay que decir pero a manera de flashazo lo que queda es la imagen de miles de personas, especialmente haitianas, cubanas y personas de distintos países de África, retenidos contra su voluntad en Tapachula que se empezó a llamar “ciudad cárcel”, porque dado el alargamiento de los trámites migratorios, causados en gran parte por las restricciones impuestas por el Covid, esto provocó una espera infinita de quienes habían decidido seguir su rumbo por el país de manera documentada. Sin embargo, ante la larga espera y restricciones, incluso con el uso de la violencia, al mismo tiempo situaciones como la llegada de alrededor 10 mil personas haitianas a la ciudad fronteriza de Acuña, Coahuila, y en menos de tres días y como respuesta a una serie de debates suscitados por el maltrato de agentes del servicio migratorio de Estados Unidos en esa zona, la gran mayoría de esas personas cruzaron a Estados Unidos.
Pero este solo fue un episodio de una serie de experiencias terribles para las personas que emprendieron el duro camino de la migración forzada, ya que se implementó una estrategia coordinada del gobierno mexicano con el estadounidense y las autoridades mexicanas recibieron vuelos directos a nuestra frontera sur que llevaron a deportaciones exprés directas a Guatemala, sin importar la nacionalidad de las personas. Casi en paralelo, México también aceptó recibir nuevamente a las personas que solicitan asilo en Estados Unidos y que ya habían iniciado sus trámites en ese país pero que fueron una vez más enviadas a territorio mexicano por los meses que dure su procedimiento jurídico (Programa Quédate en México). De esta manera sea al norte o al sur, México se volvió un tapón para quienes buscan cruzar el país con destino a Estados Unidos que, paradójicamente requiere, como hace mucho tiempo no ocurría, contratar a millones de trabajadores esenciales, tanto para ocupar el tipo de empleos que los mismos estadounidenses desprecian, como por uno de los fenómenos sociales más fascinantes que ha provocado el COVID en la sociedad estadounidense, la renuncia masiva de trabajadores de ese país a sus empleos que son necesarios para reactivar la economía de ese país (The great resignation).
Hacia el cierre del año la imagen que queda en el imaginario, que en realidad debe verse multiplicada en millones de historias de dolor por una migración tan compleja como la de este periodo pandémico, es la de la caravana que logró llegar a la Ciudad de México en pleno 12 de diciembre, día de la Virgen de Guadalupe, y que posteriormente alcanzó acuerdos con el gobierno de México aún en vilo, pero que dan pistas de lo que podría ser una nueva relación entre liderazgos de migrantes y las propias autoridades. No obstante, a esta imagen se suma la del evento más terrible del año que fue el trágico accidente donde murieron decenas de personas principalmente guatemaltecas, que develó una de las caras más terribles y al mismo tiempo, largamente conocida, como es la trata de personas. El accidente demostró lo que es obvio, que este tipo de crimen solo se sostiene a partir de redes trasnacionales y que solo actuando regionalmente se podrá enfrentar un negocio criminal como este. Ese fue el compromiso.
La pregunta que queda al cierre del año es, si al final de cuentas miles de las personas que migran tarde o temprano logran el objetivo de insertarse en la economía estadounidense, dicha economía los requiere aún más que nunca y en el caso de países como México, también miles eventualmente podrían y deberían conseguir algún tipo de documentos de estancia legal en el país, entonces ¿por qué insistir en mantener un esquema que preserva la vulnerabilidad extrema de las personas y acrecienta el dolor mismo de migrar? Porque eso fue este 2021 para quienes migraron como forma de huida: espera, dolor e incomprensión planetaria. Ojalá que el 2022 sea la oportunidad de cambiar este escenario.