"Diversidad desplazada"
Guillermo Rivera
@riveravazg
Cuatro hombres rapados, en camisa y pantalones amplios, golpearon la puerta de la vivienda, una mañana de finales de 2015. Alarmada, el ama de casa corrió a ver quién llamaba con tanta furia. Al abrir la puerta, uno de los intrusos exigió conocer el paradero de Hillary.
- No está aquí, se fue a vivir a otro lado -respondió ella, tartamuda.
- ¡No queremos verlo por aquí! Mejor que se largue -gritó otro de los pandilleros.
A pocos metros, dentro de la menesterosa casa, Hillary escuchaba el estridente diálogo. Los mareros de su colonia en Tegucigalpa, Honduras, llegaban a los extremos. Estaban en su casa, demandaban su expulsión de la zona porque su apariencia no era la que ellos esperaban.
Un año después de aquel ultimátum, Hillary entrecruza las manos. Parece nerviosa, distante. Reposa en la esquina de la cama en la pequeña habitación, en Casa Tochan, un albergue en el poniente de la Ciudad de México que otorga refugio temporal a migrantes. Ella es una mujer trans de 22 años, tez morena, delgada y larga cabellera. Al inicio de la charla suelta enseguida: “Para las chicas trans, Honduras es peligrosísimo, los mareros nos odian. En la sociedad no somos aceptadas”. Cierto titubeo evidencia las dificultades de su vida. “Siempre fue un caos”, sintetiza.
Creció con sus papás y ocho hermanos en la Colonia Nueva Capital y, desde la infancia, sabía que era una niña. Eso era un tormento.
“No era lo correcto. Crecí con miedo a mi familia, a todos. Aunque intentaba ocultarlo, la gente notaba que yo era diferente, todos los días me gritaban e insultaban”. En el colegio era lo mismo: acoso, burlas. “Era muy infeliz, no confiaba en nadie”.
Su transición fue lenta, poco a poco tomó confianza. Comenzó a maquillarse y a defenderse de todo el mundo, de los profesores que le gritaban, frente a los demás, que ella no era mujer.
“Ya no me importaban los insultos en las calles, yo me aceptaba como era”, recuerda.
Las agresiones lograron que desertara de la secundaria, encontró trabajo de mesera en un restaurante, y comenzó un tratamiento hormonal. El rechazo en casa era constante, sobre todo de su papá y hermanos, quienes se indignaban de los cambios en su cuerpo. Con el tiempo, el trato se suavizó.
El primer roce con los mareros vino cuando se relacionó con otras trans que ejercían el trabajo sexual. Con ellas acudió a fiestas callejeras, pero a los pandilleros no les agradaba la presencia de esos hombres que osaban vestirse de mujeres. Las agredían: golpes, amenazas de muerte. Hillary volvía a casa con moretones en rostro y cuerpo.
“En la colonia había montones de mareros, muy homofóbicos. Solo salía de casa para ir al trabajo”.
Al poco tiempo se enfrentó a una muerte por transfobia. Una de sus amigas, trabajadora sexual, fue descuartizada por cuatro hombres.
“Para las trans, la única opción es el trabajo en las calles, no hay más. Por fortuna, yo no tuve que hacerlo, al menos el tiempo que viví allá”.
De su empleo la despidieron poco después: a la clientela no le agradaba su presencia. El entorno se endureció: “Si un hombre solicitaba personal, no me aceptaba porque los demás se burlaban de él. Me pasó varias veces. Mi familia es de muy bajos recursos y me ayudaba con poco”.
La peligrosidad en el barrio se multiplicó cuando arribaron más pandillas en extremo homófobas.
“Cada que las encontraba me agredían, aunque estuviera con mi mamá. Lo mismo con todas las chicas trans. Nos golpeaban, nos obligaban a darles dinero o a sostener relaciones con ellos. Bueno, era vivir con miedo. Salir significaba una golpiza”.
Las noticias de mujeres trans asesinadas se dispararon. De vez en cuando, Hillary veía a sus amigas sexoservidoras y las encontraba golpeadas. Escuchaba las historias de los cotidianos intentos de asesinatos, torturas y cómo, a veces, preferían aventarse de los vehículos para escapar. Poco tiempo después los pandilleros exigieron su exilio. Ya no podía seguir en su país.
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Los números de los casos se incrementaron a niveles casi alarmantes. Apenas hace unos cuatro años, desde 2013, los integrantes de Casa Refugiados advirtieron el aumento de este tipo de desplazamiento forzado: como nunca antes, hombres homosexuales y bisexuales, mujeres trans y lesbianas de Centroamérica estaban arribando a México porque la violencia extrema, persecución, odio y fobias de pandilleros e incluso autoridades, no les permitían permanecer un momento más en sus países. No huir es, desde entonces, sinónimo de exterminio.
Por eso, Casa Refugiados, organización con sede en el poniente de la capital mexicana que difunde el desplazamiento forzado por diversas razones, entre ellas la violencia, puso manos a la obra.
Fernando Valdivia, psicoterapeuta y responsable del área psicológica de la organización, explica que uno de sus propósitos es facilitar condiciones -ayuda económica, apoyo en la búsqueda de empleo y educación- para que, a su llegada, estas personas se integren a la Ciudad de México, si es que su objetivo es vivir ahí.
El año pasado arrancó el proyecto “El tiempo de las mariposas”. Su intención es otorgar apoyo psicológico y un espacio de charla y empoderamiento a la comunidad LGBT obligada a salir de sus países por persecución. Las reuniones se celebran los miércoles en La Casita, un espacio de Casa Refugiados en el parque Ramón López Velarde, en la Colonia Roma. Ahí, los desplazados toman, además, cursos de lectura y tejido.
“Cada vez recibimos más casos de diversidad sexual”, alerta.
En el grupo, las personas que llevan tiempo en la Ciudad de México comparten sus experiencias y apoyan a quienes van de llegada. En algunos países de Centroamérica se criminaliza y persigue a quienes ejercen una sexualidad e identidad disidentes, y homosexuales y mujeres trans son los perfiles más comunes, indica Valdivia.
“No solo es un tema de persecución por identidad sexual. En el triángulo norte de Centroamérica, el acoso de pandillas, Mara Salvatrucha, M-18, es un elemento siempre presente en los casos: obligan a comercializar sustancias. La situación es grave porque estas organizaciones tienen sus tradiciones, códigos, y uno de estos apunta al exterminio de personas lesbianas, homosexuales y trans”.
Los casos varían, apunta el psicólogo. Un ejemplo es el de una persona que era pareja del miembro de una pandilla y después esta lo persiguió. Cuestión de doble moral, dice, “este es un mundo ajeno a otros territorios. La situación de violencia generalizada está normalizada, y verse diferente agrega dificultades. Llegan a la Ciudad de México en donde, en teoría, hay leyes que amparan, más apertura, y ellos comentan que les cuesta trabajo acostumbrarse a eso: ver a una chica trans de la mano de su novio, dos mujeres, dos hombres”.
Si alguien escapa a México es porque la situación es extrema, enfatiza el experto: “No es que diga: voy a irme a tal país. Simplemente es la ruta. Es tanta la tensión que lo único que quieren es salvar su vida”.
- ¿Qué pasa allá con las organizaciones de derechos humanos?
- Sí hay, pero hay casos de personas que trabajaban en partidos o grupos LGBT y son perseguidas por los mismos políticos. Una chica trans pertenecía a un partido y, por su activismo, sufrió persecución. Hay instituciones, pero cuando la amenaza es de muerte, el asunto es serio. A veces el mismo gobierno hostiga. Estuvo con nosotros un homosexual que se involucró con una persona de cierto cargo. Por temor al qué dirán, el funcionario lo persiguió.
En Casa Refugiados reciben a las personas enviadas por la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) y la Agencia de la ONU para Refugiados (Acnur). Las canalizan a albergues y, después, asisten en la búsqueda de un espacio permanente, cuando las personas realizan una solicitud de refugio. Los casos constantes son de Honduras y El Salvador.
“Lo más cercano y económico es la frontera mexicana, la atracción del sueño americano. Pero también llegan personas de África y Haití. Es tremendo, en aquel continente hay tortura. Cuentan que desde pequeños comenzó la persecución, eran golpeados por sus padres, echados a la calle. Imagínate, a niños”, lamenta.
Valdivia concluye que es difícil dimensionar el grado de normalización de violencia en Centroamérica, el reclutamiento de las pandillas, forzado y masivo, de adolescentes y niños.
“Es impresionante la validación de métodos como el asesinato para formar parte de un grupo. El término ‘homofobia’, me parece, se queda corto. Es imponerse sobre el otro, sofocar su existencia”.
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Una mañana de principios de 2015 Hillary se despidió de sus papás. La decisión de escapar la tomó poco a poco, convencida de que ahora, por su culpa, su familia también corría peligro.
“Fue muy pesado alejarme, pero qué otra opción había”, cuenta, sentada aún en la cama del albergue. Una amiga trans que, por la misma violencia constante, decidió abandonar el país, la ayudó económicamente. Su único propósito era avanzar rumbo al norte, llegar a la Ciudad de México. No había otro plan.
Caminaron durante tres jornadas para llegar a Chiquimula, Guatemala. Dormían en las calles, tocaban en las casas para pedir un alimento. En esa ciudad tomaron un camión con destino a la frontera mexicana. Fue un primer triunfo, ya no había tanto peligro. El problema es que solo les restaban cinco quetzales, cantidad que entregaron para cruzar el río, de manera clandestina, en las balsas improvisadas con neumáticos.
Arribaron por la mañana a Chiapas y caminaron otro día para llegar a Tapachula. La ruta parecía interminable, pero ambas mujeres se daban ánimos.
“Estaba muy arrepentida de la decisión de irme, pero ya nada podía hacer”, dice Hillary al rememorar los detalles del complicado camino. En Tapachula, una persona les informó que en el albergue El Buen Pastor podían recibir alojamiento.
Llegaron cansadas, sucias, hambrientas. Al otro día, ahí mismo les aconsejaron solicitar refugio a la Comar para impedir ser deportadas a Honduras. Ambas aceptaron el trámite y Acnur las apoyó, los tres primeros meses, con alimento y vivienda.
“Mi amiga abandonó el proceso, se desesperó y se adelantó a la Ciudad de México, pero antes le pagué el dinero que me prestó. Sin documentos, mi única opción fue el trabajo de calle”, comparte.
Cuando la ayuda de Acnur finalizó, la única alternativa para solventar gastos seguía siendo el servicio sexual. El proceso para obtener la condición de refugiado se extendió por cinco meses y, en ese periodo, a la zona arribaron los mareros, quienes obligaron a las sexoservidoras a vender droga y convencer a los clientes de consumirla.
“Al fin obtuve mi documento, en julio pasado, pero estaba sola, rodeada de esas personas de las cuales hui”, lamenta la mujer.
Hillary encontró pareja en esos días y, en septiembre pasado, ambos decidieron viajar a la Ciudad de México. Trabajaron en Tuxtla Gutiérrez y Veracruz, hasta juntar el dinero necesario. Al llegar a la capital buscaron albergue, pero en ningún lugar los recibieron, sin explicar por qué. Durmieron en la calle hasta que alguien les informó sobre la organización Casa Refugiados y, en esta, los canalizaron a Casa Tochan. Ahora, su pareja trabaja en el área de limpieza de un centro comercial y ella, en un restaurante.
“A mi llegada volví al trabajo sexual solo una temporada. Ahora ya no porque aquí recibo lo indispensable”.
Le dijeron que en Monterrey los sueldos son mayores y planea viajar para allá.
“He pensado en buscar asilo en Estados Unidos, todo el mundo asegura que es mejor. Lo único que sé es que no regresaría a mi país, y que al final de este horrible recorrido habrá una recompensa”.
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Desde 2015, la oficina de la Acnur en Tapachula, Chiapas, presenció un aumento considerable en la población LGBT de Centroamérica que solicita asilo en México. En 2015 documentaron más de 80 casos y, el año pasado, aumentaron a 132.
“En una misma solicitud puede haber una pareja, casi siempre salvadoreños y hondureños”, ilustra Paola Bolognesi, oficial a cargo del organismo internacional en esta ciudad cercana a la frontera con Guatemala.
La población LGBT solicitante de asilo está conformada, en su mayoría, por personas con un nivel de educación básico, con secundaria inconclusa. En sus países de origen se dedican al trabajo informal: vendedores, estilistas, pero en una porción relevante la única opción es el trabajo sexual.
La oficial Paola Bolognesi informa que, en la población en general que realizó el trámite de 2013 a octubre pasado, la tasa de crecimiento del reconocimiento de asilo subió de 36.9 por ciento a 64 por ciento.
“Es difícil saber cuántas personas llegan a México con un perfil de refugiado. Se calcula que en 2016 entraron en el país unos 400 mil migrantes y refugiados en situación irregular, y hasta octubre pasado se habían presentado 7 mil solicitudes. Quizá fueron unos 8 mil en todo el año. Entonces, solo el 2 por ciento habría solicitado refugio”.
La Comar tampoco dispone del dato preciso.
De acuerdo con los estudios del Acnur, la mitad de las personas que ingresan en México tienen derecho a pedir asilo “y la mayoría son de Centroamérica, pero los procesos migratorios son complejos. Estamos frente a una gravísima falta de información sobre la posibilidad de refugio. Muchos no saben sobre esta protección y en la ruta migratoria se exponen a más violencia”.
En términos generales, los datos de la Comar dicen que en 2014 pidieron asilo mil 035 hondureños, 626 salvadoreños y 108 guatemaltecos, la mayoría mayor de edad. En 2015, mil 560 hondureños, mil 476 salvadoreños y 102 guatemaltecos.
Por otro lado, que una persona de la comunidad LGBT o heterosexual solicite refugio no significa que lo recibirá. La coordinadora del albergue Casa Tochan, Gabriela Hernández, afirma que, “en nuestra experiencia, son los menos quienes consiguen el beneficio. Las autoridades comienzan el trámite, pero después niegan el asilo”.
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En una silla de las instalaciones de Casa Refugiados, en el poniente de la Ciudad de México, Daniela, una mujer trans salvadoreña de 30 años, cuenta que el 19 de octubre pasado llegó a la Ciudad de México, decenas de kilómetros y semanas después de abandonar su país, segura de que los militares la exterminarían. Daniela tiene la piel morena y su cabello no es muy largo, pues a partir de mayo pasado lo dejó crecer, tras cinco años de trabajo en un canal de televisión de San Salvador donde le prohibían hacerlo.
“Todo fue tremendo. Si caminabas por un mercado, te aventaban piedras, vegetales podridos. Con mucho esfuerzo salí adelante, sola, marginada, con ayuda del trabajo sexual, pues para nosotras es la única opción en mi país. Los gays tienen más posibilidades, aunque reciban la discriminación de toda la empresa”, cuenta, con semblante serio, el cual no cambiará a lo largo de la entrevista.
Huyó de su casa a los 8 años, tras la discriminación diaria de su hermano mayor, quien la golpeaba y prostituía con sus amigos. La policía la ingresó en un instituto, pero a los 13 huyó, harta de las burlas de los otros niños. Entonces comenzó su transición a mujer y a trabajar en las calles. Se encontró con la violencia de otras mujeres trans, quienes en 2006 la apuñalaron.
“En otro momento, la policía me acusó de herir a una persona, aunque no era verdad. Estuve en la cárcel un tiempo y, al salir, decidí vestirme con ropa de hombre, cortarme el cabello, buscar empleo. Como sea, los gays tienen más aceptación”.
Ya antes había tomado un curso de maquillaje y estilismo. El trabajo llegó enseguida, pero se deprimía al no poder arreglarse como quería. Tras el esfuerzo, un día consiguió trabajo en un canal de televisión, como maquillista y peinadora. Cuando ahí se enteraron de que era una mujer transgénero, el odio en su contra apareció de nuevo.
“Los conductores me llamaban ladrona, sucia, puta, ‘no quiero que me toque, me va a pasar una enfermedad’, decían, eructaban o tosían al maquillar sus rostros. Todo lo aguanté por necesidad, hasta que uno de ellos me escupió, fui a poner una queja y comenzaron a respetarme un poco más”.
El cabello largo estaba prohibido porque “se veía mal”, “no era mujer”. En otro momento le advirtieron: “Si no te lo cortas, te despedimos”. Daniela comenzó un tratamiento hormonal. Llegaron más llamadas de atención y discriminación.
“Todo lo que viví lo tengo tan presente. Solo los fines de semana podía ser quien soy, me arreglaba, visitaba bares. Era una doble vida”.
Una decena de soldados resguardaban la estación del metrobús cercano al edificio donde vivía, en el cual habitaban otras mujeres trans que, en algunos casos, sostenían relaciones con ellos. Los militares la acosaban.
“Tocaban mi puerta, yo les pedía que no me molestaran, pero en una ocasión entraron en mi casa seis de ellos. Me dijeron que me iban a matar, que no valía nada. Me violaron, me golpearon, me apuntaron con sus fusiles. En el trabajo sexual me pasaron muchas cosas: una vez me atropellaron, pero nunca había sufrido algo así. Ese fue el principio de mi expulsión”.
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Paola Bolognesi enfatiza que, antes de salir de sus países, las personas LGBT han sufrido violencia y abusos por años, “y de verdad intentan ubicarse en otro lado, pero si vives en una zona controlada por la (Mara) 13 y ésta te persigue, al irte te encuentras con la 18, la cual sospecha que eres espía de la pandilla enemiga. Eso dificulta que las personas de la diversidad se reubiquen. Al ser testigos de asesinatos de compañeras que ejercen el trabajo sexual, solo queda irse”.
La mayoría de los centroamericanos se perciben como migrantes, no saben que pueden pedir protección en México y dejar de exponerse a los riesgos de la ruta migratoria. El Acnur difunde la información cuando entran en el país, aunque se necesita brindar más.
Abogados apoyan de manera gratuita. Psicólogos dan contención emocional a quienes llegan devastados, lo cual es cotidiano. Acnur también trabaja con una red de albergues que orientan, alojan. Pero la gran mayoría de personas con perfil de refugiado de Centroamérica desconoce su derecho de solicitud de refugio.
Los desplazados buscan asilo, casi siempre, en Estados Unidos, “el país en la región que más solicitudes recibe. Allá, de la población total, LGBT y heterosexual, fueron más de 24 mil de enero a julio de 2016. En México se registraron casi 9 mil el año pasado, pero en el país hay un aumento alto. En 2015, solo fueron 3 mil 500”.
En la experiencia de Bolognesi, la mayoría LGBT desplazada es mayor de edad, hasta 40 años, aunque casi todos están en sus 20. También han atendido a niñas trans de 13 a 15 años.
- ¿Y los hombres trans?
- Mira, hay mujeres que cuentan que ser lesbiana es un problemón. Atendimos a una a quien pandilleros quisieron violar para “enseñarle a ser mujer”. Para ellas, hay menor empoderamiento por su condición de mujer, a diferencia de mujeres trans que, de niñas, fueron educadas como varones y son más conscientes de sus derechos, de reivindicar su naturaleza. No hemos encontrado a hombres trans. Debe haber un montón ahí afuera, pero estas personas no dan el paso para hacer su transición.
No es posible, sostiene la oficial de la Acnur, que existan tantas mujeres trans desplazadas y no hombres trans: “Los derechos de las mujeres están más invisibilizados, la tienen más difícil, porque además de su orientación sexual, identidad de género, existe la violencia hacia las mujeres, la idea de debilidad, una construcción social tremenda”.
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Tras la violación tumultuaria de los militares, Daniela fue a la policía a levantar una denuncia. Nadie se la tomó. Más bien, se burlaron de ella, la insultaron, afirmaron que ella era la responsable. Rumbo a su casa, los soldados guardianes del metrobús le aventaban piedras. Comprendió que ellos habían sido los agresores.
“Una vez me amenazaron de muerte, dijeron que irían a mi trabajo. Ellos veían cuando el transporte del canal, con el logo Grupo Megavisión, pasaba por mí o me dejaba en mi domicilio, en la noche. Cumplieron su promesa. Se dieron cuenta de que yo había interpuesto una denuncia ante la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos. Se presentaron un día. No llevaban ninguna orden de aprehensión, pero dijeron que estaba detenida. Frente a todos, me ridiculizaron”, recuerda Daniela, aún con el semblante rígido.
Era mediados de abril de 2016. Para su suerte, personal del canal de televisión salió en su defensa. Alegó que no podían llevársela sin la orden de un juez.
“Yo estaba muy asustada porque sabía que querían matarme. No pasó nada, pero a los pocos días el trato fue peor en el trabajo, una conductora gritó frente a todos que ojalá me asesinaran”.
Daniela renunció a su empleo.
“La único que quedaba era irme de mi país, porque, si no, ya no viviría. Tarde o temprano iba a ocurrir, no me sentía segura. Me la pasaba encerrada. Mis amigos me dijeron: ‘Tienes todo para marcharte, tantas se han ido a Estados Unidos, muchos gays se han hecho pasar por transgénero para que los ayuden’. Mi mejor amigo, por el acoso, también se retiraba. Perdía todo, me iba a quedar más sola”.
Huyó de El Salvador a principios de mayo pasado. La intención era solicitar refugio en Estados Unidos.
“No hubo problemas económicos para cruzar, tenía ahorros, vendí todo lo que tenía. De plano, dije adiós a mi país. Mi amigo, otro chico gay y yo tomamos un autobús a Tecun Uman, Guatemala, donde está el río que lleva a México. Cruzamos un domingo”. Tomaron un taxi con dirección a Tapachula y ahí rentaron un departamento. “Sabíamos que podíamos tramitar una visa humanitaria en México para llegar sin problemas a Estados Unidos, sabemos que es muy peligroso”.
Realizó el trámite en la sede de la Comar en Tapachula, donde permaneció cinco meses, esperando la resolución.
“Al final me otorgaron protección complementaria y decidí viajar a la Ciudad de México. Me quiero quedar aquí, siempre y cuando encuentre trabajo en el cual me sienta bien, donde pueda ser quien soy, porque vengo huyendo de eso, de la discriminación, por ser una mujer trans”.
“No solo es un tema de persecución por identidad sexual. En el triángulo norte de Centroamérica, el acoso de pandillas, Mara Salvatrucha, M-18, es un elemento siempre presente en los casos: obligan a comercializar sustancias. La situación es grave porque estas organizaciones tienen sus tradiciones, códigos, y uno de estos apunta al exterminio de personas lesbianas, homosexuales y trans”.
“Es impresionante la validación de métodos como el asesinato para formar parte de un grupo. El término ‘homofobia’, me parece, se queda corto. Es imponerse sobre el otro, sofocar su existencia”.
Fernando Valdivia
Psicoterapeuta y responsable del área psicológica de Casa Refugiados
80
casos de asilo recibió la Acnur en Tapachula de miembros de la población LGBT de Centroamérica en 2015
132
casos de asilo recibió la Acnur en Tapachula de miembros de la población LGBT de Centroamérica en 2016
400 mil
migrantes y refugiados en situación irregular se calcula que recibió México en 2016
7 mil
solicitudes de asilo se habían presentado hasta octubre 2016