El futuro siempre se burla de nosotros. Así ha ocurrido con todos aquellos que se han aventurado a prefigurarlo, ya sea con visiones idílicas: utopías, o con escenarios apocalípticos: distopías. Hoy las utopías sociales que cimentaban la esperanza en el control de la producción por parte del Estado y en la idea roussoniana del buen salvaje fracasaron estrepitosamente con la caída del bloque socialista. Parece mentira, pero no comprendieron un asunto básico que toda la historia se ha encargado de comprobar: la mala levadura de que están hechos los seres humanos. Y hoy también, quienes apostaron por la felicidad vía el desarrollo científico, esos utópicos que creyeron que el saber científico y tecnológico “ampliaría el reinado del hombre sobre el universo”, despertaron en medio de una guerra que concluyó con dos bombas atómicas y que sigue mostrando su dislate cotidiano con la destrucción del equilibrio ecológico: la esperanza fundada en el conocimiento mostró su rostro amargo. Los filósofos fallaron y también los novelistas visionarios, pues ni Orwell ni Huxley ni Bradbury sospecharon siquiera lo que realmente iba a venir a trastornar el mundo volviéndolo irreconocible: la Internet.
Y hoy, cuando todavía no nos aclimatábamos a la era de la súper realidad virtual ni asimilábamos su impacto en todas las prácticas sociales, llega, por el ángulo menos temido (pues ningún país estaba preparado) un virus que trastoca el porvenir. El futuro no será ya como lo habíamos imaginado. Y no se necesita siquiera de los potentes telescopios de la filosofía política o de la imaginación desaforada de los novelistas para concebirlo: el futuro es hoy una ecuación muy simple: obvia: el individuo de las sociedades pospandémicas va a vivir en un panóptico, cada movimiento será controlado por la supervisión absoluta del Estado. Y no es que vaya a suceder, ya está pasando.
Una masa inmensa de lo que antes hacíamos en la calle tenemos que hacerlo por la Web: clases, compras, ventas, etc., o sea, todo eso deja un registro recuperable para saber qué decimos, a dónde vamos, cuánto ganamos, cuánto gastamos... y si a esto todavía se pone en nuestros celulares una aplicación para rastrear nuestro transitar por el mundo: a dónde vamos, con quién nos encontramos (para determinar la red de los contagios), entonces cada movimiento y hasta cada uno de nuestros latidos serán un reporte para fiscalizarnos.
En este futuro que ya es presente no estaremos en el modesto presidio donde cada preso era constantemente observado, como lo concibió Jeremy Bentham, sino que el mundo entero será un panóptico. Saber no sólo será poder, sino, peor aún, control.
Los medios tecnológicos para vigilarnos ya existían. Sólo faltaba un buen pretexto para aplicarlos, y hoy nuestro miedo al contagio regala ese pretexto. La intimidad y la privacidad son cosa pública.
@oscardelaborbol
Sinembargo.MX