Editorial
Mientras no aparezca una vacuna contra el Covid-19 y se produzca en las cantidades necesarias para distribuirlas y aplicarlas en todo el mundo, o por lo menos en gran parte, la vida en este planeta ya no será igual a lo que estábamos acostumbrados.
Y una de las actividades que sufrirá una inmensa transformación será viajar.
Atrás quedó la idea romántica de subirte a un avión, a un barco, a un autobús o a un tren a recorrer el mundo, con el cabello al aire o repletos de glamour en transportes cómodos y rápidos.
Ahora, viajar significará numerosas medidas sanitarias, ropa y equipo especial, y sobre todo mucha desconfianza. El otro, el que viene o va de paso, se convertirá automáticamente en un sospechoso de contagio.
Sabemos poco del Covid-19, tan poco que apenas atinamos a saber cómo protegernos de él, y según las cifras de fallecidos parece que no lo estamos haciendo muy bien.
Una de las pocas cosas que sabemos es que el virus se transmite mejor y de manera más rápida en lugares cerrados, con una gran cantidad de personas y con aire recirculando en ese pequeño espacio.
Así que los aviones, los autobuses y los trenes son espacios perfectos para el contagio del virus y tendrán que recibir una atención especial de las autoridades.
El transporte que más atención ha recibido durante la pandemia es el aéreo y también el que más esfuerzos ha hecho para retornar de la mejor manera a la “nueva realidad”.
Sin embargo, en México el transporte más utilizado es el transporte terrestre y es ahí donde las autoridades sanitarias deberían de hacer su mejor esfuerzo.
La decisión del Gobierno federal de dejar la responsabilidad de la reapertura en manos de los estados deja la discusión del transporte foráneo a la deriva, un riesgo exponencial a la hora de hablar de posibles rebrotes.