Esta columna sale los lunes y la semana pasada, caía el lunes en 12 de octubre. El tema a elegir sería el más obvio.
Sin embargo, decidí escribir sobre el Premio Nobel, ya que era un asunto más global y peculiar, al ser la laureada una poeta no muy conocida.
Ha pasado una semana y aún sigue la polémica por la estatua de Colón en el Paseo de la Reforma, que fue removida para que no fuese destruida, ahora que hay una enardecida generación iconoclasta.
Curiosamente esa estatua fue puesta ahí como un deseo de reconciliación nacional e internacional. Hoy es un punto de discordia.
Paseo de La Reforma, donde estuvo antes El Paseo del Emperador, lugar de contraste y equilibrio político, dado al traste.
La idea del Presidente Díaz era formar un espacio de reconciliación ahí en sus avenida principales ante el desencuentro de dos mundos que se habían enfrentado por décadas: liberales y conservadores; religiosos y no religiosos, republicanos que no estaban muy seguros de cómo hacer una democracia y monarquistas locales que veían con preocupación caer las casas reales de Europa.
En un extremo se puso la glorieta en honor a Cristobal Colón y, al otro, la dedicada al Emperador Cuauhtémoc, cuya primera piedra fue colocada por don Porfirio Díaz el 5 de mayo de 1878, aniversario de su gran batalla contra los europeos invasores, para que no hubiese duda de su carácter nacionalista.
Era una reconciliación con el Viejo Mundo invasor, pero a la vez un simbólico recordatorio. Aún no se festejaba con pompa oficial el triunfo liberal de la intervención del 5 de mayo.
La Glorieta Colón cumplía un viejo deseo del Emperador Maximiliano de Habsburgo, que en ese sitio había realizado un homenaje al aventurero genovés. Pero el que la pagó fue el señor Antonio Escandón, quien fue parte de la comisión que lo invitó a nuestro País y escapó de México muy a tiempo.
Para haber sido alguien que trajo a Maximiliano y la Francia guerrera, no lo fue tan mal a los hijos de Escandón que se quedaron en México. Claro, eran muy ricos.
Su hijo, Pablo Escandón y Barrón, llegó a ser jefe del Estado Mayor del propio Porfirio Díaz, con el cargo de coronel y manejaba el protocolo diplomático en Palacio Nacional y el Alcázar de Chapultepec, además de fungir como enviado diplomático a la coronación del Rey Jorge V de Inglaterra.
(El joven había sido educado desde niño en Londres y a su regreso a México fue uno de los fundadores del Jockey Club).
No solo iba a Europa a tomar cognac y socializar, sino que ganó la primera Medalla Olímpica para México en los Juegos Olímpicos de París en 1900.
Quizá su mejor e involuntaria venganza fue fungir como traductor en la entrevista Díaz-Taft, donde las declaraciones despertaron el fervor Revolucionario.
Esa fue la familia que nos regaló el Monumento a Colón.
El artista Charles Cordier realizó hacia 1873 dicha estatua, flanqueada por cuatro extraordinarias figuras de dominicos y franciscanos (Juan Pérez de Marchena, Diego de Deza, Bartolomé de las Casas y Pedro de Gante) que le apuntalaron en la misión evangelizadora.
Usted puede pensar lo que quiera y odiar a Colón, pero quitarlo sería también ser injusto con el más fuerte defensor de los indígenas de América: Bartolomé de las Casas.
Una figura como él, por ejemplo, no la tuvieron los misioneros ingleses en África y la India.