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Dentro de las noticias dadas a conocer por los medios de difusión, ocupan un lugar destacado las notas de los hechos de sangre, secuestros y demás, las cuales, no solo aparecen en la sección policiaca o de seguridad pública, también se cuelan en los reportes internacionales que nos dan cuenta de los caídos en los sucesos bélicos y en las matanzas que suceden en colectivos sociales provocadas por los crímenes de odio.
Hay que decirlo con crudeza. Leer, ver o escuchar los pormenores de tantos crímenes diarios, les han dado el carácter de cierta normalidad; nos impactan de momento, pero unos minutos después, son olvidados para darle paso a nuevos casos.
Ejecuciones, levantones, descuartizamientos, bombazos, misiles, tiroteos contra grupos inocentes. Unos tras otros, día con día, como un carrusel interminable de vidas cegadas por motivos irracionales que rayan en la estupidez.
Sin embargo, también hay que decir que no todo está perdido para la esperanza del resurgimiento de la sensibilidad social; hay eventos que mueven a la reflexión, a la preocupación por el derrotero que va tomando el tejido social.
Me refiero a las cada vez más frecuentes noticias de desapariciones de menores de edad; desde bebés hasta jovencitas que son levantadas por las bandas de trata de blancas, y por supuesto, al suicidio de adolescentes que optaron por acabar con su corta existencia al no poder cargar el fardo de problemas que los atosigaban, y de los que tal vez, nunca se enteraron en su entorno familiar y escolar.
Los casos de muerte juvenil auto infligida en nuestro país muestran un crecimiento preocupante, de tal suerte, que cifras del Inegi nos señalan que el suicidio es la quinta causa de muerte entre pequeños que van de los 10 a los 14 años de edad y la segunda, en individuos que se sitúan entre los 15 y 29 años de vida.
Siempre he comentado que estamos viviendo tiempos en los que cada día es más difícil formar a los hijos. Son muchos los distractores que orbitan sobre padres e hijos, de tal forma, que no es aventurado afirmar que muchísimos padres le dedican más tiempo a la dinámica del celular que a la atención de sus hijos y por ahí encontramos una primera causa de la desorientación de los críos.
Es increíble, pero me atrevo a asegurar que muchos padres de familia, los orientadores y formadores por excelencia de sus hijos, conocen más sus aparatos tecnológicos que a sus retoños. Manejan al dedillo todas las aplicaciones de sus teléfonos celulares y se angustian cuando fallan; pero ni por asomo, conocen los factores de tormento que golpean la mente de su prole.
Y vaya que son muchos los elementos que pueden influir en hacer más complicada la etapa juvenil, especialmente, la adolescencia, expuesta a una llevadera mucho más cruel que la vivida en épocas pasadas; el enajenamiento en el mundo virtual, espacio en el que el uso de armas letales es el pan de cada día; el consumismo que acompaña a la inalcanzable carrera tecnológica que luego causa frustración entre los jóvenes usuarios por no contar con los recursos económicos para estar al parejo de los más pudientes de su grupo, y a todo ello, se agrega la proximidad, inimaginable por los padres, a la inducción y al consumo de drogas, de alcohol y material pornográfico.
Y todo ese batidillo doblega fácilmente la bajísima autoestima de las mentes en formación; una tarea reprobada por padres y maestros. Y en la ruta de la autoestima, también me iría hasta la gente adulta en la que prevalece el sentido del tener y no el del ser.
Trabajar en el fomento del autoaprecio entre nuestra chiquillada, tanto en el hogar como en la escuela, significaría darle forma a una barrera de contención a los suicidios precoces, y de paso, estaríamos formando individuos que ayudarían a recomponer el desgarrado tejido social.
Y otra cosa, a los formadores, padres y docentes, vale la pena decirles que por cada mirada al celular, por lo menos, hay que dedicarle dos a la atención de los hijos y los educandos. ¡Buen día!