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Todos sabemos que la vida es corta; pero, aunque sabemos que no vamos a quedar para semilla, pensamos que el momento de nuestra muerte es todavía remoto. Incluso, muchas personas tratan de exorcizar ese desagradable pensamiento.
Sin embargo, desde la antigüedad, los filósofos han proclamado que el tener presente a la muerte es lo que le concede sentido y profundidad a la vida.
Roger Pol-Droit escribió un libro titulado “Si sólo me quedara una hora de vida”, del que extraemos algunos fragmentos:
“Si sólo me quedara una hora de vida, una hora nada más, exactamente, ineluctablemente, ¿en qué la emplearía? ¿qué hacer? ¿qué pensar, sentir, querer? ¿qué huella dejar?... imaginémoslo: dentro de 3 mil 600 segundos ni uno más... un estertor breve, un largo suspiro, un espasmo, una contractura, algo y después nada, el corazón se para, la respiración se acaba, encefalograma plano se habrían acabado para mí el universo, la ternura de lo extremo, la risa de los niños, la ceremonia del té, la alquimia de los vinos, el odio del odio y todo lo que comporta”.
El filósofo francés prosiguió: “adiós a la vida, bienvenidos los misterios, misterio de este paro, misterio de lo que hay más allá, misterio de lo que hay que hacer antes, todo se vuelve más intenso, más urgente y más denso habría que apartar las ilusiones, los trampantojos, quitar lo superfluo, ir a lo esencial, directo, pero ¿dónde está lo esencial? ¿qué sé yo y quién lo sabe? también lo superfluo se hace pasar por lo esencial”.
Continuó: “quisiera explicar algo, aunque fuese apresuradamente, desordenadamente, sin alisar las frases ni peinar la sintaxis… tratar de filtrar lo que he aprendido de la vida y que tal vez podría, por qué no, servirles a otros”.
¿Qué haría yo?