De niño, yo no tenía tanto miedo a las vacunas como a las vacunadoras. Daba terror verlas. Era común ver a esas chicas con cofia de enfermeras y una caja térmica donde llevaban las dolorosas inyecciones. Dichoso al que le tocaba la de gotitas.
Cuando veíamos a esa parvada de enfermeras vestidas en color pastel, mi hermana y yo escondíamos todas las cosas de niños que había a la vista en la casa, empezando con un juego de poltronas que teníamos para ver la televisión, para que no las vieran al pasar por enfrente.
Eran ecuménicas porque también iban a las primarias. Cuando yo estaba en quinto grado, hubo un brote de polio y fueron a mi grupo para checar y con sorpresa, al revisarle el brazo, vieron que un compañero no tenía aún esa vacuna. De inmediato lo arponearon y mandaron a su casa a bañarse. Y al parecer, tenía familiares ligados al IMSS.
En todas las primarias que estuve, siempre había uno o dos niños que usaban una prótesis metálica para caminar y se nos decía que era porque sus padres habían olvidado ponerles la vacuna de la polio.
Uno se preguntaba a los 6 años, qué tipos de padres eran los que les habían tocado a sus compañeros. A uno de ellos le decían el hombre biónico en su cara y se sentía bien con el apodo, ya que estaba de moda ese programa de televisión.
Aquellos eran niños extremadamente fuertes, forjados de tanto andar arrastrando ese aparato de abrazaderas metálicas y correas. Se veían de mayor edad porque sus rostros, cuello y brazos se ponían correosos, sin ninguna partícula de grasa, así como la gente que toda la vida ha trabajado de sol a sol.
Recuerdo uno que era inclusive bastante agresivo y con mucha seguridad en sí mismo: jugaba futbol en la bola y de vez en cuando le llegaba un balón. También recuerdo a otro que estaba en un grupo adelante de nosotros y nos defendió de un abusón que nos estaba molestando y estuvieron apunto de llegar a las manos.
Ahora veo claro que el buleador, luego de unos silenciosos momentos con la guardia en alto, tuvo la suficiente entereza de no enfrentarse a golpes con aquel muchacho “que estaba malo de un pie” y cedió ante la firmeza verbal de nuestro defensor, aceptando con gallardía nuestras posteriores burlas.
Hoy ya no vemos a esos dolorosos recordatorios vivos y desde entonces se ha reforzado el movimiento antivacunas. Este País tiene menos enfermedades infecciosas que antes, pero ahora tenemos más enfermos, producto de las comodidades, alimentos y tensiones del primer mundo: diabetes e hipertensión, campo fértil para el Covid-19.
Un señor que aprecio mucho me contó que enfermó de polio un año antes del descubrimiento de la vacuna y desde niño subía al Cerro del Vigía con muletas, para aprender el oficio de telegrafista, un oficio ideal para personas que no podían caminar mucho.
A invitación de uno de los operadores del Observatorio que había conocido a su padre ya fallecido, iba a aprender nociones de la clave Morse y el uso de aparatos electrónicos.
Me decía sentir que gracias a la polio pudo tener un buen trabajo en un época difícil y ser sostén de su familia y a su momento, formar la suya propia, con un buen nivel de vida, además de aprender a gozar de la lectura, al no poder correr con otros niños. Se había acostumbrado a verla como un percance de infancia.
El año próximo será el reto de este proceso de vacunación. Los prejuicios siguen visibles.
Cuando fue la epidemia de fiebre amarilla, en 1904, todos los médicos de Mazatlán se tomaron una foto afuera de la droguería Canobbio con el brazo levantado, después de aplicarse el “suero linfático”. Sí, así decían antes, porque la palabra “vacuna” sonaba demasiado a vaca, boñiga y establo y la gente podría argumentar eso para negarse a usarla.
También decían que era veneno para acabar rápido con los enfermos, porque se les hacía sospechoso que el gobierno y los ricos locales la regalasen.
No hemos cambiado mucho. Mazatlán y el Planeta entero siguen siendo un rancho. No sea usted de los fundamentalistas cuyas vidas obedecen al algoritmo de las redes sociales.