Con diciembre, el frío y la navidad, vienen las cosas dulces.
Las mandarinas, los dátiles con miel, el alfajor y las gomitas. Los buñuelos con miel o leche azucarada. Las gorditas con champurrado en la madrugada o los churros escarchados de azúcar en el parque Zaragoza.
El ponche de frutas perfuma las casas con el burbujeante aroma de la sidra o el oscuro sabor del higo. Los árabes dicen que disfrutar un higo equivale a comer mil flores.
Pero también es el tiempo de los arrayanes, palabra que también nos vino de la lengua de Mahoma y Omar Khayyam. Los arrayanes, esa fruta amarilla y de sabor ácido, astringente y capaz de encender al sentido del gusto.
En Sinaloa usamos un adjetivo para definir ese saborcito que no registran los diccionarios: agarroso.
Hace tiempo caminaba por las calles del mercado con un extranjero. Buscábamos una farmacia y al salir de ella nos topamos con un puesto de arrayanes, todos coronados de chilito piquín y sal, como si su solo sabor no fuera suficiente para galvanizar las gargantas. Se animó a comerse uno y me comentó que era un sabor que nunca había probado y jamás se imaginó que existiera.
Los arrayanes son los hermanos maléficos de los nanchis. Caín y Abel en nuestro paladar. La gente acusa a los arrayanes de provocar apendicitis: un amigo mío se comió dos kilos para no cumplir con un desagradable compromiso laboral, pero otro amigo doctor afirma que la semilla es demasiado grande, que hasta la de un tomate nos puede provocar esa contingencia, así que dejemos en paz la reputación de los pobres arrayanes.
A nadie se le ha ocurrido asociarlos con la navidad. Las cañas, mandarinas y tejocotes son personajes infaltables de las posadas. El ate de guayaba se come en estas fechas junto a los cubiertos de fruta y esas interminables bolitas de caramelo con semilla de anís al centro. Y ni hablar de los casi extinguidos Tommies y Ricobesos, que nunca faltaron para rellenar las piñatas menesterosas o abultar un poco más la bolsa de los dulces de los chamacos.
Durante mucho tiempo, no entendí a la gente que andaba de malas en Navidad. Y entre mis amistades tengo como a tres émulos de Ebenezer Scrooge, el avaro personaje de Charles Dickens. Ha tenido la vida que darme algunos golpes y quitarme a seres queridos para comprender el sentimiento de quienes no evitan la incomodidad o el mal genio por estas épocas.
Pero no es sano pasarse así esta temporada. Me ha costado un ejercicio de introspección definir mi estado de ánimo para estas fechas. Vienen tiempos de reunión y de júbilo, junto con la nostalgia y el extrañamiento de los que faltan, por no hablar de las crisis o tragedias que nos asesta la cotidiana vida.
Así como el paso del tiempo vuelve las cosas agridulces, la navidad puede trocarse de esa manera. Hay que descubrirle el sabor a esa mezcla de sensaciones encontradas, donde no todo es dulzura, pero existe un ácido toque de realismo, similar al que tienen los frutos del arrayán decembrino.
El tiempo de felicidad también es tiempo de arrayanes. No a cualquiera le gustan, pero hay que saber disfrutarlos o al menos soportarlos sin amargura. Algo complejo en un año tan difícil.
Así como algunos gozan de comer guayabas bravas o mango verde, los arrayanes aparecen en el carnaval de fin de año como una metáfora de que aguarda una fuerte dosis de sabores agridulces frente a nosotros. De nosotros depende ignorarlos, hacer gestos ante ellos o ponerles un poquito de sal y picante para hacerlos más estruendosos.
Y eso, nos guste o no, es una de las pequeñas cosas que le dan sabor a la gran fiesta de la vida.