Sinembargo.MX
Me he pasado todo este tiempo, desde que la cuarentena empezó, escribiendo sobre nuestros días aciagos. Recientemente pensaba en cuán difícil es establecer una narrativa de lo que en este tiempo ha ocurrido. Lejos del discurso gubernamental, afuera de las mañaneras, cientos de miles de mexicanos sufren en carne propia la estela trágica que la epidemia de coronavirus ha dejado en sus vidas. La profundidad de la crisis seguramente afectará perdurablemente nuestra cultura.
Aunque ya podemos alcanzar a vislumbrar cierta luz por la vacuna, los expertos señalan que no será hasta dentro de un par de años, por lo menos, para que la amenaza ceda. Es decir, aunque la campaña de vacunación comience tendremos que mantener el estilo de vida que hasta hoy llevamos, guardando todas las precauciones como el uso de cubrebocas riguroso, la sana distancia, el quédate en casa, etc.
La verdad es que no es una panacea que nos permitirá volver a nuestra vieja normalidad tan añorada o no sucederá de la noche a la mañana, tomará meses antes de que la inmunidad de rebaño sea alcanzada. Vaya tiempo que nos tocó vivir, querido lector. Un tiempo que marcará nuestra vida con sus recuerdos, inevitablemente. Nuestro terrible dos mil veinte. Precisamente por eso, y porque ya se vislumbra una esperanza, es que es fundamental que en esta temporada extrememos las precauciones. Aunque estemos cansados, deprimidos, fastidiados de llevar todos estos meses encerrados, enchufados a una computadora, extrañando nuestra vieja normalidad y a nuestras personas queridas.
Y es que las fiestas navideñas se aproximan en un momento crítico de la epidemia. Muchas malas combinaciones suceden en estos días: el frío, el alza de contagios, la coexistencia con otras enfermedades respiratorias como la influenza y la saturación hospitalaria. La segunda ola de contagios llega justo cuando las familias se reúnen alrededor de la mesa, en contactos cercanos y estrechos, en espacios cerrados. Y es que justamente las fiestas de Navidad y Año Nuevo consisten en estar cerca, abrazarse, comer y beber, el escenario ideal para la propagación del virus que elevará exponencialmente el número de enfermos graves y defunciones. Por ello, ante la temporada, los expertos han hecho recomendaciones para tratar de minimizar los riesgos, consistentes en disminuir la cantidad de gente reunida ciñéndose a un solo núcleo familiar, echar mano de espacios con buena ventilación, mantener la sana distancia y el uso de cubrebocas.
Asimismo, acortar el tiempo de la convivencia a menos de dos horas. Todos estos son buenos consejos, sin duda. El problema es que las familias los sigan. Parece, si no imposible, sí muy difícil seguir las recomendaciones y que las familias no se rindan ante la cercanía, precisamente porque es un cruel contrasentido la sana distancia en una convivencia que se asume como todo lo contrario: cercanía ritual y afectuosa. Y es que sí, las emociones terminan por imponerse a la razón y cuidarse en esas circunstancias se vuelve una tarea titánica.
Haga un ejercicio de imaginación: siéntese a dos metros de su familiar, con cubrebocas, sin comer botana, sin tomarse una copa, olvídese de fumar. Lleve abrigo porque se necesita tener una ventana abierta. Imagínese saludando con el codo a las doce de la noche del fin de año, súmele un tequila, un primo incrédulo y feliz sin cubrebocas, una abuela muerta de la risa, un tío bailando y cantando, un hijo corriendo con sus primos que no ve hace meses, un hermano cerrando la ventana porque hace frío y usted con su cubrebocas puesto. Ajá, eso, querido lector.
Luego, imagínese que su sobrino, que está a su lado, fue hace pocos días a ver a su mejor amigo donde se contagió pero lo ignora porque es asintomático y ahora mismo está cantando a todo pulmón junto a usted que se ha rendido al deseo de pasársela bien, se quitó el cubrebocas para tomarse un tequila y otro, hasta que mejor ya no se lo vuelve a poner...
Mejor no se engañe, y asuma que las fiestas se desarrollarán tal cual se han desarrollado siempre, como si la amenaza por la Covid-19 no existiera y decida si usted y los suyos quieren exponer sus vidas al azar del virus. Y es que bien podría ser, querido lector, que en esa ruleta rusa su familia sea afortunada y tras las fiestas nadie resulte contagiado. Pero también bien podría ser que tras ellas, la familia no vuelva a reunirse completa nunca más si los miembros mayores o vulnerables se contagian o que usted o algunos de sus seres queridos, jóvenes y saludables, desarrollen secuelas muy graves de la enfermedad, que ahora sabemos padecen quienes tuvieron una enfermedad leve, incluso.
Daños cardiacos, neurológicos, pulmonares, misteriosas caídas del pelo o de los dientes. Migrañas, postración, confusión mental, taquicardias. No, el coronavirus no era, nunca fue, una enfermedad “benigna” en el ochenta por ciento de los casos. Las secuelas en quienes tienen la fortuna de sobrevivir, pueden ser incapacitantes y durar meses, y aún no saben, con certeza, si algunas de estas manifestaciones serán permanentes.
Ante este escenario y con la luz de la vacuna ya anunciada, lo más sensato, pienso, es tener una Navidad y un Año Nuevo sui géneris. Decidir seguir en casa, aceptar que este año es un año excepcional y como tal toda nuestra normalidad se desvaneció. Sí, puede resultar extraño, sin duda, pero también afortunado. Al fin y al cabo, lo único que tenemos, todavía, es tiempo. Tiempo para tener fiestas en los años venideros, en los que podamos recordar este tiempo, verlo atrás.
Sí, serán fiestas anómalas, pero también son una oportunidad excepcional para reencontrarnos con el sentido profundo del amor, la solidaridad y el cuidado de uno mismo y de los otros. Recordar que para muchas familias mexicanas, cientos de miles, estos son días de duelo; más de un cuarto de millón de personas han perdido la vida en este annus horribilis.