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Esa fue la palabra que usó. Pero no se refería a lo simpático como gracioso. Para él la simpatía era el intento racional por tratar de comprender lo que viven otros.
Más de un millón de empleos formales perdidos, personas a las que se les dio aviso de que ya no cobrarían más en esa empresa, que tendrán con dolor informar en sus hogares que ya no habrá para la quincena regularmente, para el pollo o la carne, si la había, para la tortilla, para el frijol, el huevo, la leche. Tendrán que decirles a los críos, no al más pequeño que no lo comprendería. La palabra despido trae algo de vergüenza consigo. Pero cómo explicarles que el Covid obligó al encierro, que el consumo se desplomó, que la planta operará cuando reabra, a un mínimo de su capacidad, que él o ella ya no eran necesarios, que no hicieron nada malo. Tendrán ganas de llorar, pero no lo harán porque se supone que deben ser fuertes y dirán que pronto habrá algo nuevo y quieren creerlo, pero no se imaginan la dimensión de la caída, poco les dice que podría ser de dos dígitos y que la recuperación, si la hay, será muy lenta.
Pero la simpatía, según nos lo advirtió desde 1759, no entra por los sentidos pues “ellos jamás nos han llevado ni pueden más allá de nuestra propia persona”. La simpatía, esa emoción que sentimos ante la desgracia, que debemos sentir, sólo llegará por la imaginación, es ella y sólo ella la que nos puede llevar a la compasión, ese sentimiento de tristeza profunda “...que produce el ver padecer a alguien”. Pero quizá no lo veamos y por eso debemos imaginarlo para que de allí surja un impulso por aliviar un dolor o sufrimiento, en sus palabras “el sentir pena por las penas de otros”.
Y entonces leemos que alrededor de 16 millones de compatriotas cayeron en pobreza extrema. Ya no existirá la posibilidad formal de recurrir al finiquito, a los pequeños ahorros, el que cae en pobreza extrema ya no puede llevar a su mesa el mínimo para salvar el día y mirará a su pareja, mirará los ojos del niño al que se le ha escapado la alegría porque tiene hambre, pero sospecha que ya no hay más. Y la madre no sabe qué decirles, porque mañana y pasado mañana será igual y le pedirán dinero prestado al compadre, pero él tampoco anda bien y además qué decirle de cómo habrán de pagarle. Y qué le dirán al casero por el retraso, no pondrá buena cara, pero también él sabe que si los corre difícilmente podrá rentarle a alguien con un ingreso garantizado, o sea que no hay salida. Y así la cadena.
Y qué decir de los más de 35 mil hogares donde hoy falta alguien, el abuelo, la madre, el hermano, el esposo, el hijo. Cómo explicarles que parte de las muertes era inevitable por el perverso poder del virus, por lo novedoso de su maldad, pero otra parte proviene de la criminal irresponsabilidad de no decir la dimensión del horror que se nos venía encima, de no asumir desde el principio lo elemental como el cubrebocas, de tratar de minimizar el riesgo ahuyentando al virus con escapularios, también por no haber preparado al personal médico que en México se infecta como en ninguna parte, por haber abierto la economía antes de que las cifras de verdad avalaran que la salida del túnel estaba cerca. Cómo explicarles que las actitudes displicentes de autoridades que debieron ser ejemplo, provocaron un relajamiento suicida, en una sociedad que no se caracteriza por el rigor, que dice jugar con la muerte, que se ufana de despreciarla. El equivalente, para ver si así las cifras nos tocan alguna fibra de simpatía, es el Estadio Olímpico de C.U. repleto de cadáveres.
Cómo pueden vestir de rojo para anunciar los muertos del día, cómo pueden sonreír en la mañanera y hablar de conspiraciones y de complots. Eso está éticamente podrido. “Sólo cuando incorporamos su agonía, cuando la hemos adoptado y hecho nuestra...” podremos acercarnos a su verdad y tratar de entender. Simpatía, necesitamos mucha simpatía, por cierto, la expresión es de un gran liberal, Adam Smith.