Editorial
Mucho se ha hablado sobre la necesidad de que los gobiernos locales adelgacen sus aparatos administrativos, pero en algunas partes se ha entendido mal y la recomendación la han asumido como privatización.
Los gobiernos municipales tienen entre sus obligaciones las de garantizar servicios públicos básicos, como son, en su momento, el agua potable, el alumbrado público, la seguridad o la recolección de basura.
Y ha sido en este último servicio donde las autoridades han pretendido encontrar una salida al costo que significa administrar servicios, aunque al final termine representando para las arcas públicas, un costo alto.
Tener servicios privatizados no está mal, sobre todo cuando se trata de empresas legalmente establecidas y con experiencia y capacidad demostrada para poder ofrecer un servicio público.
Y vale la pena contratarlos cuando la administración pública está comprometida con la eficiencia en la prestación de servicios.
Pero, ¿de qué sirve que un Gobierno decida prescindir de otorgar uno de los servicios de manera directa, si su aparato administrativo seguirá igual de robusto?
Y esa ha sido precisamente una de las fallas que se presentan en las administraciones: privatizan servicios con la intención de tener una administración más eficiente, pero la nómina que arrastra sigue igual o más pesada.
Ya han sido del conocimiento público algunos conflictos que han surgido alrededor de servicios privatizados: desde problemas para poder pagar la cuota mensual, hasta diferencias en las interpretaciones de contratos que devienen en largos litigios y con un perjudicado único: la población.
Si en Sinaloa, alguna administración camina hacia la privatización de los servicios públicos, está bien, siempre que haya el compromiso, demostrable, que el aligeramiento de la administración va en serio, y reduce su aparato burocrático. De lo contrario, son otras las intenciones que respaldan movimientos como esos.