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Todas las mañanas, casi sin excepción, el Presidente de la República clama contra los conservadores, entre los que encuadra a todos los adversarios de su pretendido gran cambio, su grandilocuente cuarta transformación. No importa el tema de que se trate, todas sus acciones y las de sus aliados van en el sentido correcto, mientras que cualquier oposición al recto camino trazado por el gran líder se supone reaccionaria, conservadora, enemiga del progreso encarnado en el hombre necesario, el único que conoce la ruta y quía el timón de la nación en aguas procelosas hacia el futuro. Sin embargo, una y otra vez en los dichos y en los hechos del Presidente y de los integrantes de su mal amalgamada coalición no solo se escuchan suspiros nostálgicos por un pasado idealizado, sino que se hacen evidentes signos de retranca en temas sustanciales para la construcción de un orden social abierto.
La militarización es uno de esos signos ominosos, aunque en ello el retroceso comenzó hace ya tres lustros. En cambio, la injerencia de las organizaciones religiosas en la vida social del país con la vista gorda e incluso con la anuencia del gobierno ha sido mayor en estos meses de la autoreivindicada tetramorfosis, que incluso durante los años del Gobierno de Vicente Fox o el de Felipe Calderón, de sensibilidades muy cercanas a la iglesia católica, al grado que el primero abrazó un crucifijo el día de su toma de posesión en un acto abiertamente violatorio de la legalidad laica, hasta entonces formalmente respetada por los presidentes priistas, incluso después de la reforma conciliadora de Carlos Salinas de Gortari.
Lo novedoso en estos tiempos es el protagonismo adquirido por los grupos de matriz evangélica en el espacio público que, de acuerdo con la Constitución y con la institucionalidad arraigada desde los primeros tiempos del régimen posrevolucionario, debe ser laico; no solo neutral en materia religiosa, sino proactivo en temas fundamentales para la convivencia social de la pluralidad, como el reconocimiento a los derechos de la diversidad sexual, frente a los cuales muchos grupos religiosos suelen ser especialmente intolerantes.
Como se ha dedicado a documentar Guillermo Sheridan, desde el infausto acto de Tijuana donde López Obrador festejó que Trump aplazara el establecimiento de aranceles progresivos a los productos mexicanos a cambio de que todo México se convirtiera en su muro antimigración, un pastor que dice representar a 35 millones de fieles, Arturo Farela, se ha ostentado, sin ser desmentido, como consejero espiritual del Presidente y ha alardeado de que su congregación, COFRATERNICE, no solo es aliada fiel del Gobierno, sino que le sirve para adoctrinar a los jóvenes que construyen el futuro gracias a una beca gubernamental y para distribuir la cartilla moral del santo Reyes, que tanto le gusta al Presidente al grado de que la sacó del cajón de los trebejos intelectuales y ordenó su reimpresión masiva.
Desde luego, no se debe olvidar que, desde el surgimiento de su candidatura, el Presidente se alió con el partido impulsado por grupos evangélicos, Encuentro Social, y que le garantizó una ingente representación legislativa a pesar de su exigua votación que lo llevó a desaparecer. Pronto veremos renacer al PES de sus cenizas -con registro y nombre nuevos, aunque con la misma sigla- en un renovado intento por consolidar la presencia evangélica en la escena electoral, de manera similar a lo que ocurre en el resto de América Latina, donde el avance del cristianismo ha sido vertiginoso durante los últimos años, impulsado por sus hermanos de Estados Unidos, pero arraigados entre la población más pobre de la región, donde el catolicismo parece en retroceso.
Ahora, una senadora de la coalición gubernamental ha lanzado una iniciativa cuidadosamente elaborada para ampliar el margen de acción de las organizaciones religiosas en la vida pública, aumentar su capacidad legal de hacerse con recursos y abrirles espacios en los medios de comunicación. Un proyecto de ley que va más allá de lo concedido hace 28 años por el gobierno de Salinas de Gortari, antes tan denostado por López Obrador, pero que ahora parece perdonado. Lanzada como una suerte de globo sonda para medir el clima social, aunque parece no tener respaldo suficiente en el grupo parlamentario de Morena y ya el Presidente se ha distanciado de ella, la iniciativa representa un intento evidentemente diseñado desde los despachos jurídicos de las propias iglesias beneficiarias para darle la vuelta a la laicidad constitucional del Estado mexicano y fortalecer su influencia social.
Es ahí donde está en verdad el conservadurismo mexicano, aliado sin ambages al actual gobierno y cercano a las querencias presidenciales. Son ellos los que impedirán el avance de reformas en materia de derechos reproductivos de las mujeres, en política de drogas o en protección de la diversidad sexual. Son ellos los que propagan la cruzada contra la supuesta ideología de género. La coalición de poder, en la que también hay algunos grupos definidos de izquierda, pero que parece dominada por los partidarios de la retranca, puede acabar implosionando por sus contradicciones internas, pero lo más probable es que veamos la claudicación oportunista de quienes defienden agendas de derechos ante la embestida de los auténticos conservadores enquistados en el mazacote amorfo de intereses encabezada por López Obrador.