Editorial
Hace no mucho tiempo, un mexicano podía mantener a su familia con un pedazo de tierra; hoy solo siembran las grandes compañías, propietarias de enormes territorios, la agricultura y la ganadería, el origen de nuestra alimentación, dejaron de ser negocio para los pequeños agricultores.
En el terreno del comercio, le bastaba a una mujer un pequeño abarrote para salir adelante y con ella salían sus hijos, iban a la universidad, se casaban, hacían familia; hoy la inmensa mayoría de los abarrotes pertenecen a dos o tres marcas, absorbiendo a los anteriores dueños de abarrotes con sueldos de miseria.
Se podía salir al mar y encontrar algo que llevar a la casa, alcanzaba para repartir entre los vecinos y hasta para vender una parte. Hoy se navega durante horas mar adentro, con el riesgo de regresar con las manos vacías.
Ser maestro o militar te garantizaba una vida plena, un salario justo, un futuro; hoy el dinero ha perdido su valor y en su lugar han crecido los gastos.
Hace apenas algunos años, entrar a la universidad era un seguro de vida, la superación, la dicha de la educación, el ser alguien, asegurar un trabajo, transformar un País. Hoy las universidades paren miles de profesionistas cada semestre, la mayoría hacía abajo, a sobrevivir, a vivir de otra cosa.
Se supone que nuestro País es mucho más rico que antes, la economía ha crecido, las exportaciones se dispararon, entramos al primer mundo, sin embargo, nosotros somos cada vez más pobres, acaso un pequeño grupo es cada vez más rico.
Y en medio de esta locura económica seguimos votando exactamente por los mismos políticos, los que han estado ahí desde antes de que esto se torciera. La única diferencia es que ahora ya ni siquiera tenemos opciones, votamos a los únicos que nos faltaba y terminamos en el mismo sitio.