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Todos queremos crecer, pero no todos estamos dispuestos a pagar el peaje. El proceso de crecimiento es doloroso porque conlleva pérdidas. No podemos crecer sin dejar atrás lo que representó el estadio anterior de nuestra vida.
Pablo, en la primera Carta a los Corintios, expresó: “Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Al hacerme hombre, dejé todas las cosas de niño” (1 Co 13,11).
Desde que nacemos incorporamos a nuestra vida el concepto de pérdida. Dejamos atrás la vida confortable en el seno de nuestra madre y nos abrimos a un mundo totalmente diferente. Seguimos creciendo físicamente y debemos renovar las prendas con que nos vestimos porque ya nos quedan “rabonas”.
Posteriormente, tendremos que abrirnos a los estudios, conocer a otros amigos e iniciar una nueva familia. Todos estos cambios y mutaciones llevan consigo sus representativas cuotas de pérdida.
Está claro que las pérdidas más significativas que debemos enfrentar son las de nuestros seres queridos y amigos íntimos, así como las de un miembro u órgano de nuestro cuerpo, y otras adyacentes, como la de nuestro trabajo o patrimonio, sueños, proyectos, metas e ideales. Sin embargo, también estas pérdidas son parte integral del crecimiento.
La pandemia ha sido un tiempo de constantes pérdidas: muchas personas queridas han partido y duele mucho su ausencia. Infinidad de negocios han tenido que bajar las cortinas o cerrar sus puertas. Miles de personas han perdido sus puestos de trabajo, sus viviendas u otros bienes.
Sí, son dolorosas las pérdidas, pero debemos entender que es un proceso de crecimiento y no podemos simplemente sentarnos a llorar nuestra desventura. El poeta japonés Mizuta Masahide escribió este haiku: “Se incendió mi casa: ahora nada me obstruye la visión de la luna”.
¿Afronto mi proceso de crecimiento?