Editorial
Los gobiernos, independientemente del nivel que sea, buscan que su administración herede un sello en las obras que se llevan a cabo en su comunidad. Por eso, remodelan, levantan calles, cambian lámparas, ponen y retiran plantas. Gastan, pues.
Y no está mal si la ciudad lo necesita. Las comunidades también requieren irse adecuando a las necesidades de sus habitantes y muchas veces son ellos los que van marcando la pauta. Y otras veces, son las autoridades quienes las inventan.
Y es esto último, precisamente, lo que viene a desmoronar esa intención del sello del Gobierno: una buena intención se convierte en una carga, por el derroche que un proyecto ha significado. Pero puede más el ego, que cualquier prudencia.
El próximo año, Sinaloa, así como el resto del País, celebrará elecciones para renovar a sus autoridades y representantes. Habrá de elegirse con criterios partidistas, si así lo desean, con criterios de conveniencia, cuando así obedece a la razón, o con un criterio razonado, cuando se piensa en la colectividad.
Sin embargo, en los procesos electorales anteriores han sido escasas las alternativas que los contendientes ofrecen para razonar el voto y elegir la mejor opción.
La obra pública en las comunidades se sigue improvisando y más que atender proyectos de largo plazo, atienden a los deseos de quien gobierna.
Por eso, es que un color se cambia por otro, una planta sustituye a otra, un paseo cambia de imagen o a una calle se le inventa un defecto para cambiarla.
En lo que compete al caso de Sinaloa, el escenario ideal es que la obra pública empiece a atender las necesidades a largo plazo, que hagan a sus ciudades más habitables y que haya continuidad en los proyectos puestos en marcha.
Los partidos políticos podrían empezar por ahí con sus propuestas de gobierno. Luego los candidatos. Y claro, también los ciudadanos. Las ciudades ahorrarían mucho dinero. Y ese sello beneficiaría a todos.