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Las fronteras son sutiles. La mezcla de emociones también. ¿Debe un gobernante ser querido o hasta dónde esa intención corrompe? ¿Debe un gobernante ser temido o simplemente respetado? La firmeza no debe provocar temor. Para el 2020 a mi País le deseo menos miedos.
Hay miedos provocados por situaciones reales, son algo natural, deseable. Que un niño no perciba el peligro es, en sí mismo, el peligro. Paradojas de la vida, el desconocimiento y la inocencia pueden provocar el horror. Pero tener un catálogo infinito de miedos artificiales, de fantasmas, destruye a cualquier individuo. Separar los miedos reales de los imaginarios es parte de la salud mental. Los primeros nos protegen, los segundos corroen la entraña. Lo mismo ocurre con las naciones. Ninguna nación progresa atrapada en el miedo: las inversiones se inhiben, los proyectos de futuro se contraen o desaparecen. La confianza, algo tan etéreo y a la vez concreto, alza el vuelo. Resultado: el desmoronamiento de la nación.
Una nación se construye a partir de proyectos compartidos, de ilusiones y por qué no, de sueños. Son ellos los que despiertan la mente e inyectan energía al músculo. México tiene muchas razones reales para el miedo: la violencia -la provocada por él narco y la otra, la cotidiana- que invade y destruye cualquier rincón de paz, en la calle o en el hogar; la violencia de género, que estuvo encubierta y que por fin es exhibida hasta provocar vergüenza. En México las escenas de horror son cotidianas: cuerpos desollados, fosas en todo el País.
También hay miedo por un mundo que se sacude entre los amenazantes nacionalismos y la locura de los incendios provocados por el odio. Como si fuera poco, enfrentamos la reproducción de los regímenes autoritarios, dictatoriales o mesiánicos. En el mundo hay miedo, ese es el pronóstico del clima político del 2020. China y EEUU lanzándose puyas. Corea del Norte jugando a los misiles. Y ahora EEUU vs. Irán e Irak. El terrorismo que siempre da sorpresas con mucha sangre. Putin y Erdogan con el dedo puesto en el gatillo. Esos son los tiempos que nos tocó vivir. A diferencia de otras épocas, las razones para el optimismo languidecen.
Esos son los miedos reales. Pero a ellos en México se han sumado, desde las campañas, una serie de amenazas abiertas o veladas, un lenguaje rijoso, polarizador, una serie de ataques desde la presidencia a individuos que son víctimas de acoso político, pero también a instituciones que son centrales para la República. Los recurrentes rumores de un intento de reelección, de modificaciones a nuestra forma de vida democrática, reales o no, han calado en el ánimo. Si a ello le sumamos las múltiples iniciativas de penalización del derecho fiscal, de extinción de dominio en horizontal, de suspensión arbitraria de proyectos, los despidos masivos e injustificados, las imposiciones groseras y todo envuelto en una retórica desbocada de cambio radical, pues no tenemos mucho de qué asombrarnos. En México hay miedo.
Generaciones de jóvenes que hablan de buscar una alternativa laboral fuera del País, empresarios en sus primeros escarceos que ven tambalearse sus ilusiones, profesionistas recién egresados sin empleo, albañiles, plomeros, electricistas, etc., ofreciendo servicios. Explicaciones parciales hay muchas, pero hay una que abraza a buena parte de México: hay miedos injustificados creados por amenazas disparadas con palabras. El costo es altísimo. ¿No podrían nuestros gobernantes hacer un esfuerzo por controlar sus lances tomando en cuenta sus consecuencias anímicas que golpean la realidad? Porque esos miedos se traducen en acciones, en parálisis, en contraofensivas que envenenan aún más el ambiente. Un propósito coordinado del gobierno -no inyectar más miedos- podría traer optimismo que nos urge.
Que muchos mexicanos tengan miedo a su gobierno enferma y empobrece. Mejor convocar a ilusiones compartidas que alimentar miedos. Vamos a seguir aquí, mejor sin fantasmas. ¿O no lo son?