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Mi convivencia con mi querido meningioma está por cumplir 20 años. Me lo descubrieron a mediados de 2001, tras que sufrí en esas semanas vértigos feroces que me llegaron a tener que acostarme en una banqueta, saliendo de comer con unos amigos. Luego de ensayar con unos diagnósticos previos (síndrome de Menier con un par de otorrinos, etc), una tomografía reveló el problema: yo tenía un tumor en la tienda del cerebelo. La primera operación fue en octubre de ese año. En realidad fueron dos operaciones, una para insertarme un tubo de plástico (válvula, le llaman) que va del cráneo al peritoneo, para darle salida al líquido cefalorraquídeo que me estaba causando una hidrocefalia letal y unas jaquecas marca olimpo. Ese tubito lo tengo todavía, no se puede remover y moriré con él clavado en la cabeza; me lo insertaron como toro ante el matador. Luego, dos o tres días después, me operaron otra vez, para cortar el tumor, que la necropsia reveló benigno (pero igual te mata). Salí del quirófano pelón y flaco: bajé como 20 kilos. Mi recuperación fue lenta: pasé meses volviendo a aprender a hablar y caminar. El neurocirujano (el mismo que luego supervisaría la muerte de mi hijo Esteban) me advirtió que no se podía eliminar del todo el tumor con la cirugía y que los restos, si los había (expresión mágica, que yo quise tomar al pie de la letra cuando no podía ser de otro modo: el tumor tenía que retoñar), tendrían que ser removidos con gamma-knife, es decir, con radiaciones. Traté de hacerme una resonancia después: salí corriendo por los pasillos con las nalgas al aire, solo cubierto por esa ridícula batita blanca que te dan en los hospitales. Antes de la operación yo no era claustrofóbico; después, descubrí que ya lo era. Ignoraba (o no quise saber) que se puede pedir sedación durante la inmersión en esa aterrador túnel ruidoso donde te meten bien amarrado. De modo que no volví a revisarme, confiado en que iba a llegar a los 70 sin mayores problemas. Ese era el término de mi vida útil, yo pensaba. Error. En 2011 conocí a Marián.
Capítulo 2
Hace un par de años llegaron de nuevo los mareos, las vibraciones de la mandíbula, la dificultad para hablar, para caminar, para usar la mano derecha, para ver en un solo plano. Síntomas ominosos que algunas buenas almas quisieron atribuir al estrés, pero que yo sabía respondían a otra causa, menos etérea. El tumor había crecido. Seguía siendo benigno, pero era mayor que la primera vez. Y se estaba expandiendo junto al tallo, afectando áreas motoras diversas. El pronóstico era negativo: los síntomas no podían sino empeorar. Vuelta a la resonancia. Descubrí que, gracias al cielo, se puede pedir con sedación. Y hay opciones de buena calidad, a un costo accesible. Ingresé al viacrucis burocrático de la salud pública (ya no tenía seguro de gastos médicos, que se había encarecido a la vez que mis ingresos disminuían). Entre ambas operaciones, tuve otras cirugías: de vesícula, cataratas, biopsia del colon, de próstata crecida, de vesícula (y no tuve de hemorroides porque no cedí al capricho de un proctólogo “famoso” que me quería meter cuchillo sin más necesidad que engordar su cartera y su enorme ego). De manera milagrosa un padrino se ofreció a cubrirme los costos prohibitivos de la atención privada. Me volvieron a operar en diciembre de 2018, como ya lo narré. Ese fue el periodo más terrible de mi vida: me entró una paranoia salvaje que prefiero no recordar. Salí igual que la primera vez: flaco y pelón, pero con 17 años más. Faltaban las radiaciones, ya innegables. Usé esos meses para medio recuperarme. El mismo padrino providencial se hizo cargo de esos costos. Descubrí que hay una cosa llamada radiocirugía. Me hicieron cinco sesiones y sedado. Ayer fue la quinta sesión. Mi querido meningioma supuestamente ha sido frito.