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"OPINIÓN"

"Me quedo con la espuma"

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    SinEmbargo.MX


    Cuando éramos chicos corríamos tras los copos de espuma amarilla que el mar dejaba sobre la arena del invierno. La felicidad del frío evanescente no desaparecía ni cuando ya no nos quedaba más que un poco de agua entre los dedos. Era como si esos pedazos de mar hubieran pasado a formar parte de nosotros. Es cierto que terminábamos con los abrigos algo mojados y las manos ateridas, pero las risas que acompañaban nuestra carrera por la playa son uno de mis recuerdos más entrañables de la infancia. Aunque mis navidades del sur eran obviamente en verano -a pesar de que le poníamos “nieve” al arbolito de navidad, y todos los Papá Noel sufrían metidos en trajes aptos para el Polo Norte, pero no para los 30 grados de Buenos Aires- en mi memoria se mezclan la alegría por la espuma amarilla y las maravillosas nochebuenas organizadas en casa. Y no quiero corregir esos recuerdos, quiero simplemente disfrutarlos.

    Mi madre, de familia judía y comunista, nos contaba que cuando era niña se encerraba en su cuarto cuando llegaban las fiestas navideñas y lloraba porque estaba excluida de la celebración que invadía las calles. La abuela era rígida en sus ideas sobre la vida y no veía la razón de festejar un evento religioso (tampoco celebraba las fiestas judías. “Somos ateas, Graci”, le decía… y chau fiesta) y mucho menos una comercial (“No gastamos la plata en tonterías, Graci”, agregaba… y chau fiesta). Conclusión: mamá decidió que el día que tuviera hijos les regalaría las más maravillosas navidades. Y así fue. Árboles luminosos, amigos, risas y regalitos que no eran nunca un gasto sino un símbolo de cariño para todos.

    Cada vez que se acercan estas fechas pienso en Graciela chiquita e intento abrevar de su optimismo y de mis recuerdos para controlar el espíritu Grinch que me caracteriza, y que quizás no sea más que un atajo del inconsciente para brincarme la melancolía.

    Pero este año es especial por motivos más que obvios. Por eso quiero dejarme llevar por esas risas con las que corríamos tras la espuma, por la emoción que me daba ser la encargada de envolver los regalos y sorprender a mis hermanos chicos vestida de Santa Clos, por la alegría de mamá en estas fiestas que compensaron sus lágrimas de niña, por la sabiduría con la que papá ha aprovechado el 2020 para escribir y publicar un par de libros, hacer nuevas fotos que le siguen valiendo premios y ver a sus hijos y nietos por zoom. Y especialmente por la fuerza luminosa de mi hija que es mi verdadera maestra de vida.

    No creo que los seres humanos nos hayamos vuelto mejores en estos meses de pandemia, no creo tampoco que se transforme demasiado el mundo. El aumento de la violencia doméstica y en general de la violencia contra las mujeres, las brutales desigualdades sociales que se han hecho más evidentes, los crímenes que no cesan, los migrantes hacinados en las fronteras, los que no alcanzaron a llegar a las costas, más las hordas de gente invadiendo los centros comerciales apenas se relajan las reglas sanitarias, la falta de empatía con el personal médico, y tantas otras cosas me hacen ser -una vez más- poco optimista. No nos hagamos ilusiones, los seres humanos no saldremos siendo “otros” de la pandemia. Ni mejores ni peores. La misma especie capaz de los hechos más terribles y de los más maravillosos. Atrozmente humanos. Hermosamente humanos.

    “Seamos felices mientras estamos aquí” es la frase que un carpintero le dijo a Carlos Ulanovsky en sus primeros meses de vida en México, y que se convirtió en el título de un entrañable libro sobre el exilio. Una frase que caló en el ánimo del periodista argentino en los años 70 y que sigue calando en el mío cada vez que la recuerdo. El error de concordancia de los verbos la vuelve aún más maravillosa (la Academia diría: “Seamos felices mientras estemos aquí”. Pero qué saben ellos de la sabiduría de los carpinteros o de los dolores del exiliado).

    Este es mi deseo para el año que comienza: que sepamos ser felices mientras estamos aquí; que seamos cada día más generos@s, más empátic@s, más solidari@s. Que seamos capaces de indignarnos ante las atrocidades del mundo, y de sentir la ternura más radical, como dice mi amiga Karla, aquella que nos hace pensar que los seres humanos aún tenemos salvación como especie. Que riamos y que amemos. Que nuestros seres queridos rebosen salud por los siglos de los siglos. Que volvamos a reír y que seamos amad@s.

    Y que no dejemos nunca de agradecer que alguna vez la espuma del mar se nos deshizo entre los dedos.