Por tercera vez en lo que va su mandato el Presidente echó a volar el aeropuerto de Santa Lucía, la obra más emblemática de su sexenio no por lo que significa en términos de inversión, sino porque es la que le permite confrontar permanentemente el pasado corrupto frente al futuro austero y republicano.
El proyecto de Santa Lucía libró las suspensiones -después de una manifestación de fuerza del Presidente que usó al Ministro Zaldívar para mandar el mensaje de lo que le pasa a los que se oponen- lo que no ha librado son los problemas propios de un aeropuerto, esto es, desde las manifestaciones de impacto ambiental, los de viabilidad aeronáutica y los problemas sociales que causa una obra de este tamaño en la que siempre hay afectados, en este caso no solo las comunidades vecinas sino los militares avecindados en la base de Santa Lucía.
Poner primeras piedras es uno de los deportes favoritos de los políticos. Es un acto de voluntad, una manifestación de poder al decir “hágase” y que las máquinas obedezcan y en ese momento comiencen a trabajar, aunque en muchas ocasiones no hagan sino mover tierra de un lado para otro, como es el caso del pretendido aeropuerto pues no hay proyecto ejecutivo, por lo tanto, tampoco hay permisos, ergo no está listado es el banco de obras de Hacienda y por conclusión no tiene presupuesto. Lo que hay en el proyecto de presupuesto 2020 -que por supuesto puede ser modificado- es dinero para los estudios y el proyecto ejecutivo. El Presidente insiste en que el aeropuerto estará funcionando en 2021 lo cual no solo es improbable sino indeseable: una obra de ese tamaño no puede construirse bien, con proyectos ejecutivos y arquitectónicos bien hechos, en tan poco tiempo.
Pero ninguna opinión, ni la de López Obrador, ni la de la Secretaría de la Defensa, ni la del amigo contratista José María Riobóo, es tan importante como la de los expertos en aeronáutica quienes deberán no solo opinar sino dictaminar sobre la viabilidad de operar simultáneamente los aeropuertos de Ciudad de México y de Santa Lucía y con qué condiciones. Mientras ese estudio no esté terminado los demás es especulación.
En lo que eso sucede, Santa Lucía seguirá siendo el símbolo de la batalla del Presidente contra los conservadores, contra los corruptos, los fifís (incluida por supuesto la prensa fifí) y contra el dispendio gubernamental. Paradójicamente, si sigue por la ruta en la que va, donde lo político se antepone a lo técnico y la voluntad del poderoso a lo lógico, Santa Lucía podría terminar convirtiéndose en el gran símbolo del despilfarro de este sexenio, en el aterrizaje forzoso de un Gobierno que no le gusta volar con instrumentos.