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Qué difíciles tiempos vivimos. La vida se ha vuelto horriblemente normal, pensaba mientras viajaba de regreso a mi casa hoy. Ya nos acostumbramos al horror de vivir perseguidos por el fantasma de la muerte. Si voy al súper, si salgo a hacer un mandado, si hablo con alguien sin cubrebocas, si no ventilo, si me quito el cubrebocas un momento, si no me desinfecté bien las manos, si no desinfecté bien la compra, si, si… así vivimos, azateados por el miedo. Los que tomamos precauciones, digo, porque hay otros que sencillamente ya se dieron por vencidos, o ya asumen que se contagiarán o ya no creen que pueden contagiarse. Son los “covidiotas” que llevan su independencia, por no decir su irresponsabilidad, como si fuera un timbre de orgullo “fui a la comida familiar y no me contagié”, dicen, “salgo todos los días y no me contagio”, “¿por qué tengo que usar cubrebocas si no estoy contagiado, a ver, dime” dicen sin empacho. Les tiene sin cuidado contagiar a otros, son incapaces de entender que podrían ser enfermos asintomáticos o sencillamente presintomáticos. Son esos por los que tenemos que ventilar los espacios, a los que les huimos cuando los vemos hablando por teléfono tan campantes, incapaces de entender que podrían estar exhalando virus. Son los que piensan que de algo se tendrá uno que morir y por ello se descuidan poniendo en riesgo la vida de los otros que tal vez no quieran morirse tan pronto como ellos, son los incrédulos, tras siete meses de pandemia y resguardo; es la prima que chantajea a los tíos “ay, qué exagerados, si nos va a dar, nos va a dar”, es la tía ya mayor que ya se cansó “me voy a comer con mis amigas”, es la abuela que se va al súper sin empacho y con el cubrebocas al revés, los viejos que ya se sienten inmunes, no entienden qué es la transmisión aérea. Son, esencialmente, los egoístas rampantes. Todas las familias los conocen (y los padecen) porque suelen hostigar a quienes se cuidan, quieren que los demás compartan su locura aunque se enfermen. No conformes con arriesgar su propia salud exigen que los demás sean sus víctimas, se sumen a su irracionalidad, hasta que caen enfermos, todos. El esposo, la esposa, los hijos, los abuelos. Un día les dio fiebre, el otro no podían respirar. Unos se recuperan, pero otros se complican, acaban en terapia intensiva, intubados. Si tienen dinero para pagar un buen hospital, puede que sobrevivan, con muchas secuelas y si no, mueren a los pocos días.
Los covidiotas son así. Confunden su ignorancia con la valentía y están convencidos, por alguna razón ignota, que a ellos no les pasará nada. Tienen un pensamiento mágico muy desarrollado: repiten que solo si temen la enfermedad pueden contagiarse, y que quienes se cuidan llaman a la enfermedad, que no se atreven a llamar por su nombre. Entre ellos se confirman sus teorías, en comidas, sin cubrebocas mientras fustigan a los que no fueron. Están confiados porque aún no se han topado con el virus, pero el virus ya está en su camino; los alcanzará dejando una estela de tragedias en sus vidas.
Algo extraño pasa en su psicología; parecen tener la convicción de que las personas cercanas a ellos, por alguna razón mágica, no pueden estar contagiados ni pueden contagiarse. Un primitivo sentido tribal se apodera de ellos, mucho más poderoso que cualquier explicación científica que rechazan como si fuera una exageración “locuras” dicen “cómo crees que va a estar en el aire o en los paquetes”.
Algunos covidiotas, sin embargo, sí entienden los riesgos porque tienen información, pero lo que sucede adentro de su cabeza es un misterio inexpugnable: se exponen y exponen a sus familias sin el menor asomo de culpabilidad. Otros, sencillamente no pueden creer que el virus puede estar en el aire y que puede transmitirlo cualquiera aunque no tenga síntomas, en unos pocos minutos de contacto.
Los covidiotas me recuerdan a esas parejas que se embarazaban y decían que no sabían por qué si se “cuidaban”, aunque muchas veces se les pasaba usar preservativos. Así, los covidiotas, esgrimen con total convicción la frase “ellos se cuidan como nosotros”, “ella también se cuida”, etc. para justificar su descuido. Claro, lo que cada uno de ellos entiende por “cuidarse” pasa por exponerse, de una y mil maneras, al contagio. Luego, naturalmente, dirán “es raarísimo, me contagié sin salir de la casa”, “guardé todas las precauciones”.
El peor escenario, sin embargo, es vivir con un covidiota, compartir aire, pues. Muchas familias se enfrentan al reto de protegerse de ellos, usan cubrebocas en sus propias casas, y andan con el cloro en la mano tras las huellas de los irresponsables que se niegan a usar una mascarilla porque son incapaces de reconocer que se expusieron.
Vivimos en un mundo muy raro, la verdad. Las personas como nunca están exhibiendo sus valores, su manera de entender y valorar su vida y la de los otros. Qué miedo da ver algunos actuar como si su vida y la de los otros no valiera nada, muy arrogantes, caminando por la calle, exponiendo a sus familias.
Pero qué podía esperarse cuando los presidentes mismos, como Trump, López Obrador o Bolsonaro son dignísimos representantes de esa especie nueva de ignorantes orgullosos.