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Fue una cena de Navidad diferente. Pocas personas, escrupulosa limpieza y respetuosa sana distancia. Las sillas vacías parecían duendes que gritaban la ausencia. Las familias no pudieron celebrar con la presencia de todos sus miembros, algunos por no poder desplazarse y otros por navegar ya en las empíreas aguas del océano eterno.
Ante la pérdida de un familiar se siente un enorme vacío y, en ocasiones, se busca esconder o disfrazar el dolor, aunque no sea lo más recomendable porque es preciso afrontarlo y asumirlo. En realidad, el dolor no aminora ni desaparece, sino que va formando una gruesa capa de lava que, en algún momento, llegará al momento de su erupción.
No tiene sentido tratar de ocultar lo que no se puede cambiar. Las ausencias duelen, pero el dolor se vuelve más intenso cuando se acompaña de remordimientos por lo que pudimos haber hecho y no hicimos.
"Si uno supiera que en el mundo de los dolores el de extrañar es el más terrible, uno miraría más. Abrazaría más. Escucharía más. Tocaría más", señaló la psicóloga argentina Lorena Pronsky.
Añadió: "Uno no lo sabe hasta que se choca con ese agujero en el pecho y tiene que salir a buscar, en el cajón de las fotos, los momentos que ahí quedaron quietos. Inalterados y eternos".
La Navidad remueve todos los sentimientos que tratamos de esconder y que no permiten gozar apropiadamente el momento familiar presente. Es entonces cuando lamentamos todos los instantes y ocasiones desperdiciados para alimentar nuestra relación con los seres que han partido, así como todas las veces que concedimos más importancia a cosas vanas, fútiles o nos sumergimos en las redes sociales.
¿Cómo vivo mi Navidad? ¿Me invade la nostalgia? ¿Disfruto de la familia en medio del dolor y la añoranza?