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Siempre que se avecina un proceso electoral, se reviven, no precisamente nuevas posibilidades de cambio social, sino más bien renovadas promesas que no se cumplen. Al menos en Sinaloa, esta ha sido una constante, y no porque no sea posible cumplir las promesas, sino porque es más fácil prometer que cumplir, como también es más sencillo creer, que asumir que nos engañan.
Para el politólogo alemán, Carl Schmitt, existe una diferencia entre “lo político” y “la política”, lo primero se refiere a lo político como “el momento” en el que se instituye un cierto orden social, por ejemplo: el Estado, sus leyes, instituciones, delimitación territorial, población, etc., y a “la política” como todo aquello que se relaciona con la administración del Estado que da como resultado la constitución de un orden social.
Lo político y el Estado subsisten en la práctica de la política necesariamente, ahora bien, en todo proceso electoral, cada ciudadano tiene el derecho de hacer uso del voto, como herramienta de la política para elegir quién administre sus instituciones y garantice el orden social para el que fueron creadas. Lo anterior, es una explicación de lo que deber ser, pero sabemos que entre “el deber ser” y “lo que es”, hay una diferencia que ha estado presente en nuestro País desde la aprobación de la Constitución de 1917 hasta nuestros días.
Ante un escenario como éste, sería pertinente preguntarse por qué, a poco más de cien años de la instauración del Estado mexicano, todavía no se han podido hacer cumplir a cabalidad los objetivos sociales y económicos de las instituciones públicas en todos sus niveles de gobierno, incluyendo los poderes Legislativo y Judicial. Esta desventurada circunstancia que ha permanecido por más de un siglo en nuestra sociedad, es la causa mayor que nos mantiene en la interminable ruta del subdesarrollo como nación.
El fracaso de los países no tiene que ver con su ubicación geográfica, climática, cultural, sino por las condiciones en las que se encuentran sus instituciones públicas y el ejercicio colectivo e individual de la política, como lo afirman los economistas Daron Acemoglu y James A. Robinson.
Ahora bien, ¿cuáles son nuestras motivaciones para el ejercicio de la política? Si estamos de acuerdo en que por un lado la política es la herramienta que permite administrar instituciones y por otra parte también es el acto de elegir quién las administre, es importante que como ciudadanos conozcamos a mayor profundidad y certeza, cuáles son las motivaciones de quienes pretenden ejercer el poder de administrar nuestras instituciones.
Preguntarse, por ejemplo, ¿qué motiva a los candidatos en su búsqueda para ocupar un espacio de poder, representación, responsabilidad como la de ser gobernador, alcalde, legislador o regidor?
Conocer igual las motivaciones de quienes ocupan o pretendan ocupar cargos en nuestras instituciones, de su formación y capacidad para asumir el encargo público y de vigilar su desempeño, como una asignatura pendiente no del gobierno, sino ciudadana. De igual forma, reconocer con sinceridad nuestras motivaciones a la hora de elegir, revisar a conciencia si a mis decisiones las mueven intereses individuales o colectivos sin considerar posibles consecuencias sociales.
En la construcción de lo político, como sociedad hemos marcado al menos tres esferas sociales en las que se define nuestra práctica y orientación del ejercicio de la política, su derivación determina el orden social que vivimos y proyecta en un mismo sentido el escenario de un futuro inmediato. Por una parte tenemos la esfera de las élites que detentan poder económico, una segunda se ubica en quienes desde las estructuras de poder adquieren control de las instituciones políticas y gubernamentales, incluyendo a los partidos políticos, y una tercera esfera social que se ubica el resto de la sociedad en sectores que dependen de las decisiones y prioridades de quienes forman parte de las elites del poder económico y político.
En las últimas décadas, hemos sido testigos de cómo una gran parte de las élites que detentan poder económico y político, han transitado en una misma dirección de intereses en común y al mismo tiempo han sido la causa principal del infame deterioro de las instituciones públicas y del incalificable ejercicio deshonesto de la política. Es verdad que existen las excepciones, pero no han sido entre ellos el ejemplo ni la motivación más exitosa a seguir por sus nuevas generaciones.
Queda claro que el cambio social o transformación de la vida pública no está en las manos de quienes ahora repiten conductas y asumen las mismas motivaciones mezquinas para participar en política u ocupar cargos en la administración pública. La experiencia en el tiempo nos ha enseñado a mirar y a entender que, actuemos o no en consecuencia, las acciones u omisiones como sociedad arrojan resultados.
Poner una mayor atención a la hora de elegir a nuestros gobernantes y representantes, deberá ser una de las motivaciones ciudadanas más importantes en estas próximas elecciones. Asumir la responsabilidad no sólo de saber elegir y exigir a los que gobiernan, sino también la obligación moral y cívica de vigilar el desempeño de quienes deciden en nuestras instituciones públicas.
Hasta aquí mi opinión, los espero en este espacio el próximo martes.