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La tradición del Informe presidencial llega a México desde nuestro vecino país del norte, en el texto constitucional de 1787 en los Estados Unidos de América, en donde se obliga al Presidente a informar al Congreso “del estado que guarda la Unión”. En aquella Ley de leyes se habló de la comparecencia del Ejecutivo al Legislativo, pero no señaló ni dejó en claro, si esta habría de hacerse de manera presencial o entregarse por escrito.
En México se dispone el 1 de septiembre como día del informe del Presidente, fecha ajustada entonces al inicio de sesiones del periodo ordinario en turno de la Cámara de Diputados. Durante los años mozos del PRI como partido de Estado, el Informe presidencial no tenía una connotación de rendición de cuentas y mucho menos de subordinación del Ejecutivo ante los diputados y diputadas. Por el contrario, el Informe era una pasarela política, una sesión de elogios, alabanzas y una demostración de fuerza presidencial.
Conforme los partidos de Oposición ganaron espacios en la Cámara a partir de 1978, el cariz del informe comenzó a cambiar poco a poco, mientras nuestro País se abría a la pluralidad partidista, el formato de la vieja tradición de aplausos y cumplidos fue acabando.
Los informes en San Lázaro eran una de las pocas veces donde la Oposición podía cuestionar al Presidente, a finales de los años 80 y durante toda la década de los 90 la sesión de Informe era un acto muy llamativo, se llenaba de panegiristas a favor y vituperadores en contra. Se pronunciaban discursos que daban un gran valor a la máxima tribuna del País.
Los mejores y más elocuentes diputados y diputadas de las bancadas eran los oradores en el día del Informe presidencial. El principio parlamentario de control legislativo se reflejaba en ese acto que guardó siempre una solemnidad mística, aunque dicho sea de paso, nunca exenta de abusos y excesos. Como el día en que un Diputado barzonista trató de ingresar al recinto montado en un caballo y años después, otro Diputado ingresó al pleno cargando un tanque de gas LP.
Esta tradición ceremonial concluyó en el 2008 año en que ya no acudió el Presidente, Felipe Calderón terminó con el rito y los zafarranchos cada vez más constantes en ese acto gobierno. Se acabaron los “informes” tal cómo se conocían. En buena medida fue por la cobardía del PAN a enfrentar la crítica en vivo y por la radicalización de las protestas de la izquierda en la Cámara, de los grupos que desde entonces eran afines al ahora Presidente López Obrador.
Los informes siempre han sido discursos huecos, construcciones narrativas de elogios en voz propia que plantean una realidad muy distinta a la que se percibe en la calles. Desde Díaz Ordaz hasta Andrés Manuel, pasando por Zedillo, Fox y Calderón los informes presidenciales hablan de aquello que poco que se hizo y nunca de lo mucho que se ha dejado de hacer.
El Informe dado en la semana es el reflejo de la misma tradición, señalando como “grandes” logros cosas que apenas se perciben, repartiendo culpas al pasado o las circunstancias y asegurando que las cosas que viene tenderán a ser mejores.
Nadie en su sano juicio cree un Informe presidencial, son parte de nuestra realidad y cultura política que deformó el ideal de la rendición de cuentas y la transparencia. El Informe presidencial nunca hablará del estado que guarda la administración pública federal en relación al Plan Nacional de Desarrollo. De los alcances reales de las políticas económicas, de seguridad, de salud, educativas, laborales, forestales, de agricultura y todas las demás dependencias que dependen del titular del Ejecutivo.
No lo fue antes y tampoco lo es ahora, porque todo sigue igual, porque la idea de cambio y transformación es solo una frase de mercadotecnia gubernamental. Porque mientras el Presidente discursaba en Palacio Nacional, afuera ya solo le queda el 54 por ciento de la preferencia de los ciudadanos. Porque mientras él sigue creyéndose invencible, las encuestas dicen que perdió casi 26 por ciento de preferencia en dos años. Sigue fuerte es cierto, pero va en bajada y esto apenas va comenzando. Luego le seguimos…