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Hoy fue un día de los difuntos muy especial, no se permitió la visita a los panteones por razones obvias: en tiempos del Covid hay que guardar la sana distancia, sobre todo con la amenaza latente de los temidos rebrotes.
Lo que se busca no es detener la muerte; el ineludible proceso fisiológico tiene que desembocar necesariamente en ese desenlace. No, lo que se pretende es que no se extiendan los contagios de manera exponencial e irresponsable. Es cierto que todo tenemos que morir, pero no es prudente acumular riesgos para adelantar la hora.
En efecto, el que todos debemos morir es inevitable; pero lo que sí se puede modificar prudentemente es la razón del deceso y evitar acelerar el momento de ese terminal desenlace.
La muerte es una eterna incomprendida. La mayoría de las personas la detestan y desean mantenerla lejos de sus pensamientos, mientras que algunas la invocan y ansían como alivio a sus dolores.
Nos asusta pensar si hay algo o no existe nada después de que abandonemos esta terrena existencia, la cual no siempre es placentera y tiene incontables dosis de amargura. No obstante, nos apegamos a ella y nos pesa desprendernos de las personas que amamos.
El morir es tan natural como el nacer. También nos resistíamos a abandonar la confortable vida de que gozábamos en el seno de nuestra madre, pero era necesario romper con ese adorable capullo para germinar en una vida diferente e independiente.
La realidad de la muerte es la balanza que debe conferir valor y razón de ser a nuestra vida. Mientras podamos, no nos cansemos de hacer el bien y prodigar amor de manera intermitente. Al final, siempre viviremos en Dios y en la memoria de quienes nos aman.
¿Preparo mi muerte?