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Todos ansiamos vivir profundamente. Quisiéramos que el carrusel de nuestra vida se deslizara siempre por los rieles de la paz, armonía, amor y felicidad. Sin embargo, sabemos que este pensamiento es una simple quimera. La vida no se vive a cabalidad sino cuando está surcada también por el dolor, problemas, angustias y conflictos.
Existe un elemento esencial que la confiere a la vida la profundidad requerida: el pensamiento sobre la muerte. Aunque parezca fúnebre este comentario su significación es indubitable. La muerte es quien proporciona auténtica dimensión a la vida.
Por eso, no extraña que los antiguos filósofos recomendaran tener siempre a la vista el instante final de la existencia. Cuando contemplas el término de tu existencia es cuando valoras el momento que vives y tratas de construir algo que valga la pena.
El filósofo Epicteto resumió admirablemente esta enseñanza: “Que la muerte y el exilio, y todas las demás cosas que parecen terribles, estén a diario ante tus ojos, pero sobre todo la muerte; y nunca abrigarás un pensamiento abyecto, ni codiciarás ansiosamente nada”.
Si cometemos muchos errores se debe, precisamente, a que no tenemos en cuenta este elemental pensamiento. El derrotero de nuestra vida sería totalmente diverso si reflexionáramos seriamente en el momento de la muerte.
El Emperador Marco Aurelio aconsejó: “Vivir cada día como si fuera el último, nunca perturbados, nunca apáticos, sin adoptar nunca pose alguna, he ahí la perfección del carácter”.
El siglo pasado, el teólogo ruso Nikolai Berdiáyev expresó: “La muerte es el hecho más profundo y significativo de la vida… el solo hecho de la muerte coloca el significado de la vida en toda su profundidad. El significado está ligado con el final. Y si no hubiera final, la vida no tendría ningún significado”.
¿Vivo profundamente?