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A Patty
Esta semana leí un par de posts que publicó una amiga en su muro de Facebook, de los cuales no me puedo aún recuperar. “No me siento nada bien esperando en el hospital, tengo fiebre y dolor de garganta, aparte de la dificultad para respirar, a ver qué me dicen… No quería venir porque se me figura q ya no voy a salir. Ni pex, ya qué. Bye”. El otro post me pareció tan o más desgarrador: “No me despido, simplemente me pongo en las manos de Dios. Espero que todo salga bien y que me deje ver crecer a mis hijos pequeños, a mi nieto y de los nietos que faltan por venir… Voy consciente de que todo puede pasar, pero si tengo que partir solo Dios sabe. Dios los bendiga y recuérdenme como lo que fui. Bye”.
La historia de mi amiga es una entre miles que figuran en los informes diarios del doctor Hugo López Gatell. Ahí, entre la espesa numeralia, está reflejada su condición actual; es uno de los 208 mil 392 casos confirmados de coronavirus al 26 de junio, fecha en que ascendió a 25 mil 779 el número de muertos.
Por más que López Gatell diga y rediga que somos un ejemplo mundial por la lentitud con la que se propagan los contagios, no entiendo la virtud contenida en su perspectiva de ejemplaridad. La curva de enfermos y decesos sigue creciendo, así como la otra curva que dejamos de atender, sin que por ello haya dejado de ser uno de nuestros más crueles flagelos: las muertes derivadas de la violencia. Me explico.
El Informe de incidencia delictiva del fuero común, publicado el 31 de mayo por el Centro Nacional de Información del Sistema Nacional de Seguridad Pública, refiere que durante el mes de enero de 2020 se registraron 2 mil 991 homicidios dolosos, en febrero 2 mil 772, en marzo 3 mil 029, en abril 2 mil 926 y en mayo 2 mil 913, sumando 14 mil 631 homicidios dolosos hasta el mes de mayo. El promedio de estos primeros meses nos permitiría deducir que para junio podríamos esperar otros 2 mil 926 homicidios, alcanzando un total de 17 mil 557 en el primer semestre del año.
Sin duda, la cifra, además de no ser cosa menor, resulta por demás alarmante, porque si nos aventuramos a hacer un pronóstico con estos datos podríamos decir que a lo largo del sexenio tendríamos un total de 175 mil 572 muertes dolosas.
Es importante traer a cuento este asunto, porque no debemos olvidar que apenas el 19 de abril de 2018, Andrés Manuel López Obrador hablaba de este problema en los siguientes términos: “Convirtieron a México en un cementerio. Han perdido la vida, de Calderón a la fecha, como 240 mil mexicanos; [hay] más de 30 mil desaparecidos, más de un millón de víctimas de la violencia. Ya no podemos seguir con esa estrategia. […] Se les canceló la esperanza, se les canceló el futuro a millones de mexicanos. Ya no va a ser así. Vamos a que haya desarrollo, bienestar para que podamos tranquilizar, serenar a nuestro país”.
Tras el atentado que sufrió este viernes el Secretario de Seguridad Ciudadana de la Ciudad de México, Omar García Harfuch, a manos del cártel Jalisco Nueva Generación, vuelve a salir al paso la terca pregunta sobre cuál-es-la-estrategia-gubernamental que permita poner fin a la violencia en México. Urge una estrategia clara y efectiva, porque si durante los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña sumaron 240 mil los muertos (120 mil en promedio por cada sexenio), tal y como se comportan ahora las cifras, en el sexenio de López Obrador habrá alrededor de 175 mil muertos, es decir, 55 mil más que en los respectivos sexenios de sus archirrecontraodiados adversarios.
La demostración de la velocidad con la que el narco puede culiacanizar cualquier zona y rincón del País (también podríamos decir “michoacanizar”, “tamaulipanizar”, “obregonizar”, “caborcanizar”, etcétera), debería servir como una especie de alerta sísmica para que el Gobierno se ponga manos a la obra para actuar como debiera hacerlo un estado fuerte, poderoso, capaz de infundir respeto, dotado de una fuerza implacable para asegurar la convivencia pacífica en un contexto social en el que se libra una batalla de todos contra todos, donde “el hombre es lobo del hombre”, tal como decía Thomas Hobbes en su Leviatán.
Como lo dije en este mismo espacio hace un par de años, en 1651 Hobbes pensaba que “para poner un freno a la naturaleza y pulsiones violentas de los hombres, resultaba imprescindible pactar la creación de un hombre artificial mucho más fuerte que, sobre la base del temor, pudiera ejercer de manera legítima la violencia limitando las libertades individuales, para conseguir la paz y la conservación de todos los hombres”. Es así como “surge el gran Leviatán o, para hablar con más propiedad, el Dios mortal, al que debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y defensa”, cuya alma es la soberanía, su razón las leyes y la justicia, su salud la concordia, su enfermedad la sedición y su muerte la guerra civil.
Por su función “serenadora”, diría López Obrador, el Estado tiene el legítimo derecho a ejercer la violencia requerida para salvaguardar nuestra integridad y mantener la coexistencia pacífica, sin embargo, como decía, para que dicha atribución sea moralmente justificable, debe limitarse a tres tipos de actuación: que la violencia indispensable se dé dentro del marco de la legalidad, que no genere más violencia y que ésta sea legítima.
El reconocimiento por parte de Alfonso Durazo, Secretario de Protección y Seguridad Ciudadana de México, de que uno de los cárteles preparaba un atentado en contra de los más altos funcionarios de la seguridad pública del País (atentado que se dio, y en el que hubo dos muertos y Omar García Harfuch salió librado con tres balazos y varias esquirlas de granada en el cuerpo), deja en claro que el Leviatán de la 4T anda en los huesos.
La misma expresión de impotencia y frustración que no puede ocultar López Gatell cada vez que trata de rescatar el lado luminoso de la curva de los contagios, es la de Alfonso Durazo cuando intenta explicar la estrategia de Estado que está en marcha, y con la cual “acabarán” con los cárteles que, al día de hoy, operan a sus anchas haciendo imposible aplanar la vergonzosa y cruel curva de las muertes dolosas.
Tiene mucha razón el Presidente: México es, y continuará siendo, un tétrico cementerio del narco. Por ello, machaconamente, debemos insistir en la inminencia de dicha profecía para que, acalambrado ante el terror de ver por anticipado su rotundo fracaso, nuestro raquítico Leviatán espabile, se decida a ejercer la violencia moralmente legítima, quitándonos la razón de la boca y, con ello, librándonos de tan espeluznante destino.