@oscardelaborbol
SinEmbargo.MX
A través de la historia y de las geografías ha habido muchísimas ideas de la muerte. Casi me atrevería a decir que el factor decisivo de cada cultura es su manera de concebir el Más Allá. Cuando uno se asoma a los distintos diseños de eso que Shakespeare, por boca de Hamlet, llama “esa ignorada región cuyos confines no vuelve a traspasar viajero alguno” tiene la impresión de asistir al torneo de la imaginación humana más delirante, pues, sin que nadie sepa a ciencia cierta nada del mundo de ultratumba, todos se han fabricado alguna visión de lo que ocurre “allá”: desde construcciones muy estructuradas como la de Dante en su Comedia hasta representaciones un tanto difusas como la de los indígenas Yanomami de la amazonía venezolana, según las cuales hay que cremar el cadáver para liberar su espíritu y luego comer las cenizas en una sopa de plátano.
Los Más Allá son, insisto, tan variados que, en algunos la suerte que espera a los muertos depende de la conducta moral que hayan tenido en la vida (cielo o infierno) y, en otros, más bien se debe a la forma en que se haya muerto (Tlalocan o Tonatiuhichan: morir ahogado o guerreando respectivamente).
En algunas concepciones se imaginan una metempsicosis o, si se prefiere, reencarnación y, en otras, lo que nos espera tras la muerte es la nada: la inconsciencia eterna.
Todo esto forma parte de las creencias, de las ideas que nos hacemos sin que nada nos conste, pues todo lo que podemos atestiguar -parece mentira que sea necesario mencionarlo- pertenece al ámbito de la vida, al llamado Más Acá: a esta vida, la de cada quien.
En este punto resulta interesante recordar la idea de Heidegger que aparece en El ser y el tiempo: el ser humano, el dasein, nos dice, es un ser-para-la-muerte. Esta afirmación no sólo corrobora lo que todos sabemos: que algún día habremos de morir, sino que uno de nuestros rasgos ontológicos es la muerte. ¿Esto qué significa? Pues sencillamente que somos los que somos por poseer ese rasgo o, dicho de otra manera, sin ese rasgo no seríamos lo que somos, pues así como una característica esencial de los triángulos es tener tres ángulos, de la misma manera el que seamos seres-para-la-muerte es lo que nos hace ser quienes somos. Y por ello, si un triángulo no tiene tres ángulos, nosotros sin estar referidos a la muerte no seríamos quienes somos.
Esta afirmación tuvo y ha tenido una repercusión enorme en el campo de la filosofía, pues permite comprender que ni aun admitiendo que el ser humano pudiera ir al cielo se salvaría de la aniquilación, porque lo que llegaría al cielo no sería él mismo, sino otro, pues en el cielo no estaría referido a la muerte, es decir, no sería el que fue.
El filósofo que mejor entendió el planteamiento heideggeriano fue, quizá, Miguel de Unamuno, quien siendo un filósofo cristiano, profundamente creyente en Dios y en ese más allá que ofrece esta religión no terminaba de consolarse, pues, incluso creyendo que formaría parte de los elegidos, de aquellos que al morir se van con Dios, lo que se salvaría no sería él, pues él era ontológica o esencialmente un individuo referido a la muerte y en el cielo ya no estaría referido a la muerte. En su obra El sentimiento trágico de la vida, Unamuno comprende que, incluso existiendo todo eso en lo que cree, es imposible la salvación para el individuo. Él no podría estar en el cielo con su traje gris.
Hay, pues muchas creencias, muchísimas visiones de “esa ignorada región cuyos confines no vuelve a traspasar viajero alguno”, pero al haber mostrado Heidegger la referencia a la muerte como nuestro rasgo ontológico fundamental rompió toda esperanza.