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Un refrán dice: “Dime de qué te jactas y te diré de qué adoleces”. Normalmente, quien exalta o presume sus cualidades y virtudes exagera la nota. En cambio, quien conoce a cabalidad sus dones y carismas no tiene necesidad de recurrir a la fantasía o a los engaños, sino que se mantiene centrado, humilde y reservado.
Además, casi siempre sucede que quien se jacta, lo hace para que sean más imperceptibles sus errores y defectos. Es decir, desea sepultar en el lodo del olvido sus carencias y, por eso, trata de equilibrar la balanza magnificando sus atributos.
Si poseemos esas virtudes no hay necesidad de proclamarlas, ellas solas se manifestarán en la cotidianidad de nuestra acción y comportamiento. Por otra parte, no podemos de ninguna manera ensalzarnos porque no somos nosotros quienes nos hemos bendecido, como afirmó el apóstol Pablo: “Pues ¿quién te hace a ti superior? Y ¿qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué presumes como si no lo hubieras recibido? (1 Co 4,7)”.
Desde otro ángulo, pero con la misma intención, Montaigne nos invitó a adoptar una perspectiva más terrena y considerar que nuestros logros fueron posibilitados por las proezas de quienes nos antecedieron:
“Nuestras opiniones se injertan unas sobre otras; la primera sirve de sostén a la segunda, la segunda a la tercera; así, de grado en grado, vamos escalonándolas, por donde acontece que el que ascendió más alto frecuentemente atesora mayor honor que mérito, pues no ascendió sino en el espesor de un grano de mijo sobre los hombros del penúltimo”.
Siglos antes, Bernardo de Chartres afirmó: “Somos como enanos encaramos en los hombros de gigantes”. Y con gran antelación, los Padres de la Iglesia señalaron: “No lo nuevo, sino de nuevo”.
¿Incurro en jactancia?