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Laten actualmente en la realidad de nuestro País dos circunstancias que, a manera de causa y efecto, tendrían que motivar a preocupación. La causa es que las víctimas de la incalificable masacre de la familia del activista Julián LeBarón tienen la nacionalidad estadounidense. El efecto es que ese crimen ha causado una justificada indignación entre la población vecina y, en principio, el Presidente Donald Trump se manifiesta ansioso de disponer que su ejército intervenga en lo que él llama una “guerra” contra los cárteles de la droga en México.
Al margen del espíritu optimista que refleja la declaración del Presidente Andrés Manuel López Obrador en el sentido de que “ya se tienen resultados sobre el tema de la seguridad nacional, pues se ha podido detener la escalada de violencia en el País”, el ominoso presente no parece corresponder a esa percepción, sobre todo después de la execrable matanza de seis niños y tres mujeres de la familia LeBarón, cuyas repercusiones, por el momento, son impredecibles, en vista de la caprichosa y autoritaria actitud que caracteriza a Donald Trump.
Más allá del consuetudinario elogio al Gobierno de López Obrador por la forma en que está respondiendo al operativo de contención antiinmigrante impuesto por coacción arancelaria, el Presidente estadounidense no se inhibirá para presionar a las autoridades mexicanas a realizar una intensa y efectiva acción en torno al múltiple crimen que enlutó a una familia norteamericana y que ha conmovido al mundo.
“Este es el momento para que México, con la ayuda de Estados Unidos, haga la guerra contra los cárteles de la droga y los borre de la faz de la Tierra. ¡Simplemente esperamos una llamada de su nuevo Presidente!”. Tales son las palabras que, dichas por Trump, no suenan a sugerencia sino a una advertencia de efecto perentorio.
Por lo pronto no es perceptible que en el caso LeBarón vayan a pasarse por alto las ambigüedades o las dilaciones en la acción ministerial contra los responsables de ese crimen. Esta vez la posibilidad de impunidad no se concibe como un final probable, pues para evitar cualquier posibilidad al respecto está apostado el interés de las autoridades de Estados Unidos bajo la impredecible voluntad del Presidente yanqui.
Se abre para México un compás de espera de muy corta tolerancia, y si a Trump se le acaba el tiempo no es descartable que disponga una intervención que, a su modo de pensar, no tendría algo que ver con la política de “abrazos, no balazos” que, por lo visto, no es la actitud que entienden los ejecutores del crimen organizado a una de cuyas células el Secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Alfonso Durazo Montaño, atribuye la masacre de la familia LeBarón.
La hipótesis de Durazo Montaño sobre una posible confusión tiene sentido, pues resulta difícil concebir que un acto de tan extrema barbarie criminal pueda haber sido premeditadamente dirigido hacia los miembros inocentes, incluyendo a los bebés de una familia, pero la sensibilidad no es el camino indicado para desentrañar la realidad en este caso.
Tampoco es fácil dar por acertada esa versión oficial, pues la saña que acusa la secuencia del ataque armado contra los tres vehículos de la familia LeBarón evidencia una acción persecutoria sólo concebible cuando media un propósito definido.
Este crimen pesa ahora en el futuro inmediato de la realidad nacional polarizada por una escalada de violencia que repele a los mensajes presidenciales de paz, y que ahora está desatando una ola de indignación y protesta en el vecino país, lo cual genera una creciente presión que ya se manifiesta con la anunciada presencia del FBI en la investigación de este caso, cuyas circunstancias colocan al gobierno de Andrés Manuel López Obrador y su pacifista estrategia anticrimen en una verdadera encrucijada.