Editorial
¿Cuánta violencia necesita el País para que las cosas cambien? ¿Cuántas calles tomadas más se requieren para que se ponga orden? ¿Cuántas muertes más hay que contar para poner un alto a los asesinatos? ¿Cuántos inocentes más está dispuesto a perder México para que finalmente la seguridad llegue?
La inseguridad ha sido la marca de México desde hace dos sexenios y no hay indicios, todavía, de que las cosas vayan a mejorar.
Y la violencia, la huella que ha marcado a una generación a lo largo de todo el País, que ha atestiguado cómo la delincuencia organizada ha sido capaz de actuar para eliminar a sus oponentes. Y también, para actuar contra inocentes.
Porque sí, es inconcebible que el Estado, a estas fechas, aún siga cometiendo errores operativos para detener a un supuesto delincuente, como ocurrió en Culiacán. Pero es más inconcebible que mujeres y niños sean masacrados, independientemente de las razones que haya de por medio.
Porque en el sentido común no cabe la posibilidad de que alguien armado, que defiende un negocio, ilícito, un territorio, apropiado, o un cártel, ilegal, sea capaz de atacar a una familia indefensa, sin armas, de mujeres y niños e intentar acabar con ellos.
Lo que ha pasado entre los límites de Chihuahua y Sonora con la familia LeBarón masacrada, no cabe más que en la barbarie de una ola delictiva y violenta que ha asolado al País en la última década y que hasta ahora no parece haber fórmula que la contenga.
Sí, hay mucho que criticar a lo que se hizo en los anteriores gobiernos como mucho hay que criticar a la falta de los resultados prometidos por el Gobierno actual.
Nadie está a salvo de la responsabilidad de lo que se ha convertido México. Y nadie está exento de contribuir para contar con un País mejor.
Los hechos violentos más recientes en México, Michoacán, Sinaloa o Chihuahua, debe ser un punto de inflexión para ahora sí poner las voluntades en sanar al País. Porque así como está, México ya no merece perderse más.