Por demasiados años, en Mazatlán no tuvimos cafeterías concentradas en aquellos que les daba nombre. Solo vendían alimentos y el frasco de café instantáneo estaba ahí, junto a los servilleteros de plástico advirtiendo que “no había máquina”.
El café es un rito y un ritual. Es el sitio en el cual fulgura una intimidad propia que no tienen ni el bar, ni el restaurante, la fonda o el antro.
Decía Octavio Paz que en la antigüedad el hombre se iba al campo, a las corrientes de agua puras cristalinas, como el poeta Garcilaso, a reflexionar y de ahí venía la poesía bucólica; para el hombre moderno el bar o el café son equivalentes a la Arcadia urbana.
La espesa mezcla, pura o diluida en leche, es una pócima mágica que nos acerca a la esencia arábica. En torno a una fogata con granos de café tostado surgieron las Mil y una noches.
Los nombres de la variante del café llevan por su mismo poder a diferentes sitios. Café turco. Café expresso. Café irlandés con su duende de chispa de whisky.
En México no hay funeral de postín si no tiene el café con piquete, ese chorrito de tequila para sobrevivir a la velada.
El norte de México aún es agreste y hace poco me enteré que una vez unos amigos escritores llegaron muy noche a la ciudad de Torreón, Coahuila, y, como no había ninguna cafetería abierta, decidieron meterse a una funeraria y surtirse de cafeína con los dolientes anónimos.
¿Quién no siente una pulsión al saber de una novela llamada La balada del café triste? El solo título de esta breve obra maestra de Carson McCullers nos da un aire de una melancolía detenida, el soplo de algo luminoso que tal vez no pudo ser.
Los amantes del café Fiore es el título de una película biográfica de los filosóficos amores de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Café Bagdad es una también reflexiva forma de encontrar a dos voluntades: una película alemana que ocurre en el desierto de Mojave, donde una mujer se queda varada luego de pelearse con su marido.
El café como espacio físico es un símbolo de civilización y sociedad. Un poco es la premisa de la novelita de Carson McCullers.
Se dice que en Madrid todo hombre toma en su vida tres decisiones: oficio, esposa y café. Es una tarea que le acompañará toda su vida. En Mazatlán, antes elegían cantina o club deportivo.
México es de los pocos países donde el color marrón no se le llama así, aunque reconozco que mi hijo de 8 años ha sido instruido con esa palabra en sus clases, especialmente la de inglés.
Un mexicanismo, no de origen prehispánico es el término “color café”. Para los mexicanos es muy natural usar ese nombre de color, pero otras regiones de lengua hispánica les parece tan raro como decirle al color blanco “color leche”.
Ernest Hemingway fue quien nos dejó una de las más evocativas formas de recrear la escritura literaria en un café. En el inicio de París era una fiesta, lo vemos sentado en el rutilante París de los años locos, con meseros que aún usaban sus bigotes oficiales de caballería del Imperio, mientras escribía a lápiz, cuentos que ocurrían en la pradera de Ohio.
Se detiene a describir como se acaba varios lápices -porque en ese tiempo no había plumas “atómicas”- y era complicado llevarse a un café tintero y cálamo. Todo esto con grave riesgo de manchar el mantel en algún accidente, si damos fe a su comentario.
Cerremos este columna mencionando a varios cafés mazatlecos caídos en el cumplimiento de su deber o restaurantes que ofrendaron café de calidad.
El Doney, Los Faroles, El Joncol’s, Bonnys, El Chics, el quiosco de la Plazuela República de los 80, La Fonda Santa Clara, La Copa de Leche, El Corazón del Mundo, El Royal Dutch y cierro con el mío, por más de 10 años: Café Altazor.